Saber escuchar a otros 2/3
¿Cómo podemos desarrollar la habilidad de escuchar y entender?
Primero, no debemos ser subjetivos. Recuerde que la subjetividad es una de las razones principales que nos impide ser buenos oyentes. A toda persona que es subjetiva le es difícil entender lo que otros dicen. Si tenemos nuestros propios conceptos e ideas preconcebidas acerca de los demás, nos será difícil escuchar lo que nos dicen, porque nuestra mente ya estará ocupada. Si nuestras opiniones son tan fuertes, será difícil que las de otros logren penetrar en nuestra mente.
Ésta es la situación de muchas personas que son demasiado subjetivas. Están tan persuadidas de sus propias ideas, opiniones y puntos de vista, que nada las puede hacer cambiar de parecer. Están decididas a dar su "aceite de ricino" a todo aquel que acuda a ellas, sin importar cuán variadas puedan ser las necesidades de estos. Su única panacea es su "aceite de ricino". ¿Cómo pueden así escuchar a los demás? Cuando los santos débiles vienen a ellos, no tienen ningún interés en descubrir cuáles son sus problemas; mas bien, se concentran en lo que ellos mismos quieren decir, y todo lo que tienen son sus propias ideas preconcebidas para amonestarlos. Confían plenamente en sí mismos e ignoran por completo los problemas de otros. ¿Cómo pueden así laborar para el Señor? Debemos pedirle al Señor que nos libre de esta clase de subjetividad. Debemos decirle: "Señor, sálvame de mis ideas preconcebidas cuando hablo con otros. No me permitas imponerles mi diagnóstico. No debo ser yo quien determine cuál es su enfermedad. Señor, muéstrame cuál es su verdadera enfermedad". Así que, tenemos que renunciar a nuestra subjetividad y aprender a escuchar cuidadosamente lo que otros nos dicen, a fin de descubrir su problema.
En segundo lugar, nuestra mente no debe divagar. Muchos creyentes nunca han aprendido la lección de restringir su mente. Sus pensamientos fluyen sin control día y noche, nunca se enfocan en algo específico; ellos dejan que sus pensamientos vaguen sin rumbo. Acumulan tantas cosas en su mente, que no hay lugar para ningún otro asunto que alguien intente presentarles. Muchas personas son demasiado activas en su mente. Sólo tienen cabida para sus propios pensamientos, y no para considerar los pensamientos de otros. Como resultado, no pueden entender como piensan otros. No pueden aceptar los pensamientos de otros porque nunca han aprendido a silenciar su mente. Si queremos aprender a escuchar lo que otros dicen, primero tenemos que disciplinar nuestra propia mente. Si nuestra mente siempre está dando vueltas como un saltimbanqui, nada se alojará en ella. Para que un obrero del Señor aprenda a escuchar a los demás, requiere de una mente estabilizada. No sólo tiene que rechazar toda subjetividad, sino que también debe aprender a tranquilizar la actividad de su mente. Debemos aprender a pensar como otros piensan para entender lo que ellos dicen y para comprender lo que permanece oculto detrás de sus palabras. Si no somos capaces de hacer esto, no seremos de mucha utilidad para el Señor.
En tercer lugar, debemos aprender a entrar en los sentimientos de otros. Un requisito fundamental para entender las palabras de otros es poder identificarse con sus sentimientos. No podemos entender lo que otros dicen meramente entendiendo sus palabras; tenemos que ser capaces de sentir lo mismo que ellos sienten. Si alguien viene a nosotros con profundas aflicciones y angustias y nosotros mantenemos una actitud insensible, sin ser tocados por su dolor, nunca podremos ayudarle, no importa por cuánto tiempo lo escuchemos. Si nuestro sentimiento no puede igualarse al suyo, no podremos entender a lo que se está enfrentando. Aquellos que nunca han sido quebrantados en sus emociones no son capaces de sentir lo que otros sienten. Una persona con sentimientos endurecidos no puede identificarse con los sentimientos de los demás, ni puede entender lo que otros dicen. Si no hemos sido quebrantados por Dios, no podremos cantar "aleluya" cuando otros expresan su gozo, ni podremos compartir sus sufrimientos cuando expresan su dolor. Seremos incapaces de identificarnos con sus sentimientos, y sus sentimientos nunca podrán conmovernos. Es por eso que tenemos que entender sus palabras.
¿Cómo podemos sentir lo que otros sienten? Para lograr esto tenemos que ser muy objetivos en cuanto a nuestros propios sentimientos. Podemos sentir algo, pero debemos ser objetivos acerca de nuestros sentimientos propios antes de tener la capacidad de sentir lo que otros sienten. Pero si estamos demasiado ocupados con nuestros propios sentimientos, no seremos lo suficientemente sensibles como para considerar los sentimientos de los demás. Debemos recordar que somos siervos de los santos por causa de Cristo. No solamente debemos dedicar nuestro tiempo y nuestra fuerza a ellos, sino también poner nuestro afecto a su disposición. Éste es un asunto crucial. No sólo tenemos que ayudarles a resolver sus problemas; además, debemos adaptar nuestros sentimientos a los de ellos. Nuestros sentimientos deben estar dispuestos a compartir en los sentimientos de otros. A esto se refiere la Escritura cuando dice que el Señor Jesús, quien fue tentado en todo igual que nosotros, puede compadecerse de nuestras debilidades (He. 4:15).
Hermanos y hermanas, nuestras emociones tienen que ser disciplinadas por el Señor a fin de que puedan estar disponibles a otros, pues si éstas son demasiado activas y sólo nos preocupamos por nuestros propios sentimientos, nunca podremos identificarnos con los sentimientos de los demás. Por lo tanto, no sólo debemos poner nuestro tiempo a disposición de los hermanos, sino también nuestras emociones. Esto significa que nuestro amor, alegría y dolor no deben estar ocupados sino disponibles cuando otros nos hablen. Si todo nuestro ser está ocupado por cierto sentimiento, no habrá espacio en nosotros para los sentimientos de nadie más; no tendremos la capacidad para satisfacer las necesidades de los demás. En cambio, si no estamos ocupados con nuestro propio gozo o tristeza, sino que estamos totalmente disponibles delante del Señor, entonces seremos capaces de entrar en los sentimientos de otras personas. Pero si estamos constantemente ocupados con nuestros propios sentimientos, estaremos demasiado preocupados por lo nuestro y no tendremos sentimientos por las otras personas que vengan a nosotros.
Dios tiene una norma muy elevada para los que le sirven. Un siervo del Señor no tiene tiempo para sentir gozo ni pena de sí mismo. Si somos complacientes con nuestro propio gozo y llanto, y nos preocupamos por nuestros propios gustos y aversiones, no tendremos cabida para las necesidades de otros. Debemos recordar que un siervo del Señor debe estar vacío interiormente, pues si nos aferramos a nuestros propios placeres y penas, quejándonos al soltar esto o aquello, estaremos demasiado ocupados como para cuidar de otros. Seremos como una habitación llena de muebles que no tiene espacio para acomodar nada más. Muchos hermanos y hermanas no pueden trabajar para el Señor porque han agotado todo su amor en sí mismos y no les queda nada para otros. Tenemos que comprender que las fuerzas de nuestra alma tienen un límite, al igual que hay un límite para nuestra fuerza física. Nuestra energía emocional no es ilimitada. Si agotamos las facultades de nuestra alma en una sola dirección, no quedará nada para encauzarla en otra dirección. Por esta razón, cualquiera que tenga un afecto desmedido por otra persona no puede ser un siervo del Señor. El Señor mismo dijo: "Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas ... no puede ser Mi discípulo" (Lc. 14:26). Esto se debe el hecho de que cuando los amamos, agotamos todo nuestro amor en ellos. Tenemos que amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas (Mr. 12:30). Esto quiere decir que tenemos que darle a Dios todo nuestro amor. Es bueno darnos cuenta de que somos seres limitados en muchos aspectos y que nuestra capacidad es limitada. La capacidad de nuestro "vaso" tiene una medida; si lo llenamos con otros asuntos, no tendremos espacio para nada más. Estamos limitados por nuestra capacidad. Para entrar en los sentimientos de otros debemos tener los nuestros disponibles; nuestra mente y nuestras emociones deben estar disponibles para poder identificarnos con sus sentimientos. Si estamos llenos de tareas, no podremos prestar atención a las peticiones de otras personas, y si nuestro corazón está sobrecargado con nuestros propios asuntos, otros no podrán compartir sus cargas con nosotros. Por lo tanto, cuanto más disponibles estemos mayor será nuestra capacidad para recibir y ayudar a los demás. Los que se aman demasiado a sí mismos o a sus familias, tienen poco amor por los hermanos. La capacidad que tiene un hombre para amar es limitada; por lo cual, tiene que dejar otros amores antes de poder amar a los hermanos y entender el significado del amor fraternal. Sólo así seremos capaces de trabajar para el Señor.
El requisito fundamental de todo aquel que está involucrado en la obra del Señor es experimentar la cruz. Si alguien no conoce la cruz es inútil en la obra del Señor. Si usted no conoce la cruz, actuará siempre subjetivamente, sus pensamientos divagarán incesantemente y vivirá constantemente por sus sentimientos. Tenemos que regresar al conocimiento de la cruz. Éste no es un camino fácil ni barato; hay que pagar un precio. Tenemos que recibir la disciplina fundamental del Señor.
Sin dicho trato divino, no tendremos valor espiritual. Que el Señor tenga misericordia de nosotros y pueda aplicarnos Su disciplina, de tal modo que no permanezcamos complacientes en nuestra subjetividad. No deseamos tener pensamientos sin restricción, ni queremos ser insensibles a nuestros sentimientos. Un obrero del Señor tiene que estar abierto para recibir los problemas de otros. Si hacemos esto, entenderemos lo que otros nos dicen tan pronto como ellos vengan a nosotros. Entenderemos lo que no nos dicen, así como las palabras que tienen en su espíritu.
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