Restringirse a hablar
Hay muchos que podrían ser realmente útiles en la mano de Dios y podrían ser vasos poderosos para el Señor; sin embargo, ellos fracasan y su utilidad para Dios es anulada, o muy limitada, debido principalmente a su falta de restricción al hablar. Debemos recordar que las palabras dichas descuidadamente son a menudo la válvula de escape de nuestro poder. Nuestras bocas son aberturas por donde o sale el poder de Dios o por donde se escapa ese poder. Nuestra boca puede ser la cavidad por donde fluye el poder de Dios o puede ser un agujero por donde se fuga el poder divino. Lamentablemente, muchos dejan escapar el poder de Dios por medio de su hablar.
Jacobo 3:11 dice que una fuente no puede echar "lo dulce y lo amargo" al mismo tiempo. Un obrero del Señor debe emitir agua dulce y viva; debe ser uno que transmite la palabra de Dios. Un balde o cubeta de agua no se puede usar para llevar agua potable y a la vez para vaciar aguas negras. Si usamos un recipiente para echar aguas negras y a la vez para traer agua potable, sería muy nocivo para la salud e incluso un peligro para la vida. De igual manera, si hemos consagrado nuestros labios para hablar la palabra de Dios, entonces recae sobre nosotros la solemne responsabilidad de usar nuestros labios únicamente para Su servicio. Si empleamos nuestros labios en cualquier otra cosa ajena a la palabra de Dios, entonces no podremos usarlos más para hablar Su Palabra divina. Muchos no pueden ser usados por Dios, o sólo pueden ser usados por Él en forma limitada, simplemente porque su fuente produce dos clases de aguas: la dulce y la amarga. Ellos hablan la palabra de Dios con su boca, pero también dicen muchas otras cosas que no tienen nada que ver con Dios.
Hermanos y hermanas, debemos estar conscientes delante del Señor, que una vez que hemos consagrado nuestra boca para ser el oráculo de Dios, tenemos una gran responsabilidad sobre nuestros hombros. Es una responsabilidad seria que Dios nos confíe Su palabra. En Números 16 se nos dice que Coré y sus asociados se confabularon contra Moisés y Aarón. Ellos tomaron sus incensarios llenos de fuego y los presentaron delante del Señor. Todos ellos perecieron por su pecado, pero los incensarios aún eran santos y fueron fundidos en planchas para cubrir el altar (vs. 16-18, 33, 38-39). Todo aquello que ha sido ofrecido a Dios y usado por Él, ha sido separado para Él y después no puede ser utilizado para ningún uso común. Algunos hermanos y hermanas tienen un concepto erróneo; piensan que pueden hablar la palabra de Dios en un momento y la palabra de Satanás (las mentiras proceden de Satanás) en otro momento. Hermanos y hermanas, esta no puede ser nuestra práctica. Una vez que un hermano abre su boca para hablar por el Señor, esta boca le pertenece a Él para siempre. Muchos dejan escapar su poder a través de sus palabras. Algunos hermanos podían haber sido muy útiles en la mano del Señor, pero debido a que hablaron muchas cosas que no eran para Dios, su poder interno se esfumó con su hablar. Debemos recordar que una fuente sólo puede echar una sola clase de agua. Si nuestra boca ha hablado una vez la palabra de Dios, debemos comprender que ya no tenemos el derecho de decir cualquier cosa al volver a abrir nuestra boca. Nuestra boca fue santificada y ha sido separada. Una vez que algo ha sido consagrado a Dios, se convierte para siempre en una posesión de Dios; nunca podremos quitarle a Él lo que ya le hemos dado. Si se lo quitamos llegaremos a ser como la mula de Balaam; ya no seremos el profeta de Dios. Debemos ver que hay una estrecha relación entre la palabra de Dios y nuestra palabra. Nuestra boca ha sido separada; le pertenece a Dios y sólo puede ser usada para hablar la palabra de Dios.
Es lamentable que los que habrían podido ser muy útiles, se han vuelto inútiles a los ojos del Señor simplemente porque su boca ha llegado a ser un inmenso agujero por el cual se disipa el poder de Dios. Una vez que nuestra boca habla palabras erradas, el poder se desvanece de esa boca. El problema de muchas personas es que hablan demasiado. En la multitud de palabras podemos detectar la voz del necio (Ec. 5:3). Muchas personas pierden su poder por causa de su palabrería. A ellos les gusta decir esto y aquello, así y asá; siempre tienen algo que decir acerca de todo. No sólo tienen mucho que decir, sino que además les gusta informar a otros todo lo que oyen. Hermanos y hermanas, debemos prestar atención a esto y guardar nuestra boca, y debemos hacerlo de la misma manera en que guardamos nuestro corazón. Esto es particularmente cierto para aquellos que sirven como oráculo de Dios. Dios los usa como Sus portavoces y los usa para transmitir Su palabra. Sus bocas están santificadas para Su servicio; son santas y por tanto deben guardarlas tan celosamente como guardan su corazón. Su boca no puede ser suelta.
Hay varios puntos relacionados con el hábito de hablar que debemos tomar en cuenta. Primero, debemos notar delante de Dios la clase de hablar que nos gusta escuchar. La clase de hablar que escuchamos determina la clase de personas que somos. Muchas personas no se atreven a contarnos ciertas cosas porque saben que no somos como ellos y que no nos interesaremos en lo que nos digan. Pero si tales personas nos cuentan con entusiasmo ciertos asuntos, lo hacen porque saben que somos de su misma clase y que sus comentarios tendrán cierto efecto sobre nosotros. Podemos conocernos a nosotros mismos al percatarnos de las cosas que otros vienen a contarnos.
Segundo, debemos observar la clase de comentarios que generalmente creemos, pues aquello a lo que damos crédito revela nuestra propia manera de ser. Cierta clase de persona tiende a creer cierto tipo de historias. Prestamos oído a cosas inadecuadas y creemos a la ligera tales conversaciones debido a nuestra ceguera por no estar en la luz de Dios. Tan pronto como tenemos menos luz, o carecemos por completo de la luz de Dios, caeremos en la posición de creer cosas equivocadas. Aquello a lo que prestamos oídos pone de manifiesto nuestra condición enferma. Muchas personas creen a otros, aun antes de saber nada de ellos. Después cuando oyen algo, los escuchan con gusto, creyendo ingenuamente en sus palabras. Las cosas que oyen pueden ser increíbles y absurdas; no obstante, quedan convencidos de que tales historias son ciertas. Así que, lo que creemos delata la clase de persona que somos.
Tercero, además de escuchar y creer, también tenemos que considerar el asunto de contarles a otros lo que oímos. Esto es similar en naturaleza a los primeros dos puntos. Si escuchamos y aceptamos ciertos comentarios y nos disponemos a comunicárselos a otros, esto pone en evidencia la clase de persona que somos, pues si nos identificamos con tal información, esto muestra que nos encontramos en tinieblas, y no sólo eso, sino que también, al contarlo a otros, los arrastramos juntamente con nosotros, haciéndolos iguales a nosotros. Todo el ser de uno se involucra con las palabras que uno habla. Cuando escuchamos, otros hablan; cuando creemos, recibimos las palabras de otros, y al pasar a otros esas palabras, todo nuestro ser está involucrado en esas palabras. A mucha gente se les escapa todo el poder porque les encanta hablar y transmitir esas palabras a otros, lo que causa que ya no sean aptos para ser ministros apropiados de la palabra de Dios.
En cuarto lugar, están las palabras inexactas. Algunos son muy inexactos en lo que dicen. Dicen una cosa primero y al siguiente minuto dicen otra cosa muy distinta. Tales personas son de "doble lengua" (1 Ti. 3:8), o doblez, no pueden servir como diáconos, pues le dicen una cosa a una persona y otra cosa muy diferente a otra. Dicen algo frente a una persona y a sus espaldas dicen lo contrario. Tal clase de personas son inútiles en la obra de Dios. Hermanos y hermanas, si no somos capaces de refrenar nuestra lengua, ¿cómo podremos ejercer control sobre nosotros mismos y cómo podremos servir al Señor? Antes de servir al Señor adecuadamente, uno debe ser capaz de refrenar sus palabras y de golpear su cuerpo. Tenemos un miembro terrible en nuestro cuerpo: nuestra lengua, la cual siempre nos causa problemas. La inexactitud en lo que decimos, tener una lengua doble, y titubear en nuestras declaraciones, son indicios de que nuestro carácter es débil. Aquellos que tienen tales hábitos no tienen posición ni poder delante de Dios. Titubean de un lado al otro porque son despreocupados e inseguros. Tal comportamiento manifiesta una debilidad extrema en el carácter. En la obra del Señor, las palabras inexactas son un asunto muy serio y debemos eliminarlas.
Quinto, hay personas que intencionalmente son de doble lengua, es decir, que cuentan todo inexactamente. Algunos hacen esto por ignorancia, pero otros lo hacen conscientemente, con doble intención; esto es aún más serio, estos son peores que los primeros. Estos dicen una cosa y al siguiente momento dicen otra. Para ellos "si" y "no" significa más o menos lo mismo. No tienen un sentir de lo correcto o incorrecto, sino que están completamente en tinieblas. Si le preguntamos si cierto objeto es negro, tal vez nos digan que sí, y si le preguntamos si el mismo objeto es blanco, puede ser que también digan que sí. Ellos no están seguros de nada. Para tales personas, el negro y el blanco es casi lo mismo; llevan una vida descuidada y necia; ellos son de doble lengua por ignorancia. Pero hay otros que conscientemente son de doble lengua. Ellos a propósito dicen una cosas en una ocasión y otra cosa en distinta ocasión. Esto no sólo es una debilidad del carácter, sino también una corrupción moral. Mateo 21:23-27 narra que los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se acercaron al Señor y le preguntaron con qué autoridad hacía esas cosas. Él les respondió con esta pregunta: "El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres?". Ellos discutieron entre sí: "Si decimos, del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Y si decimos, de los hombres, tememos a la multitud; porque todos tienen a Juan por profeta. Y respondiendo a Jesús, dijeron: No sabemos". La respuesta de ellos fue una mentira deliberada. En Mateo 5:37 el Señor dijo: "Sea, pues, vuestra palabra: Sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, procede del maligno". Si algo es sí, decimos sí. Si es no, decimos no. Esto es andar en la luz y con honestidad. Pero si nos detenemos a calcular los posibles efectos de nuestras palabras en los demás y consideramos cómo hablar con diplomacia, nuestros motivos y actitud no son dignos de un obrero del Señor. Si nuestras palabras son formuladas con astucia, entonces hacemos de nuestras palabras ¡instrumentos de engaño! Más bien, preferimos seguir el ejemplo de nuestro Señor. Cuando la gente planeaba ponerle una trampa con sus preguntas, Él optaba por el silencio. Si hemos de decir algo, preferimos que nuestras palabras sean: "Sí, sí; no, no". Lo que va más allá de esto, procede del maligno. Las personas inteligentes no tienen lugar aquí. Pablo exhortó a los corintios, diciendo: "Si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase necio, para que llegue a ser sabio" (1 Co. 3:18). Romanos 16:19 dice: "Quiero que seáis ... sencillos en cuanto al mal". A los ojos de Dios, ser sabio en este siglo no nos lleva a ningún lado. Actuar con astucia es inútil. Nuestra sabiduría debe estar en la mano del Señor. No debemos ser de doble lengua. Este es el problema de muchas personas. Aquellos que no son de fiar son de poco uso para Dios, y si ellos se dedican a la obra, tarde o temprano se hallarán en problemas. Si una persona dice una cosa y en otra ocasión dice otra, vacilando entre lo correcto y lo incorrecto, entre el sí y el no, y titubeando entre lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, ésta es de poco uso en la obra de Dios. Las personas que hablan palabras fluctuantes e inciertas son inútiles en la obra de Dios.
Sexto, debemos ser disciplinados en la manera en que escuchamos. Una persona puede ser dotada y talentosa, pero si es inexacto en sus palabras, entonces hay un gran agujero en su carácter. Esta falla causará que todo su poder se pierda. Es lamentable que muchos obreros del Señor han llegado a ser centros de información. Hermanos y hermanas, como obreros del Señor tenemos contacto constante con la gente y, por ende, muchas oportunidades de escuchar los asuntos de otros y de conversar con ellos. Así que, si no somos disciplinados y restringidos en nuestras palabras, es muy posible que mientras estemos hablando la palabra de Dios, a la vez estemos divulgando rumores y chismes. Si no restringimos nuestras palabras, puede ser que con una mano estemos edificando la obra de Dios y con la otra la estemos destruyendo. Por tanto, tenemos que acudir a Dios para aplicar una disciplina estricta a nuestros oídos. A menudo los hermanos y hermanas nos confían sus historias personales. Debemos prestarles oído y escucharles atentamente a fin de comprender bien su caso y brindarles la ayuda apropiada. Cuando otros nos hablan, debemos escucharles con el único fin de atender a su necesidad y resolver sus problemas, pero una vez que tengamos un claro entendimiento en nuestro interior de cuál es su necesidad, debemos detenerlos, pues no es necesario que nos cuenten todos los detalles. Debemos decirles que se detengan. Podemos decir: "Hermano, es suficiente con esto". Debemos rechazar la curiosidad de saber más de lo necesario. No debemos tratar de enterarnos de los asuntos de los demás ni tener curiosidad por oír sus historias. Lo único que necesitamos es comprender su problema. Por tanto debemos detenerlos tan pronto como lo sepamos y tengamos cierta certeza de lo que dicen, diciéndoles: "Hermano, con eso es suficiente". No debemos tener ansias de conocer sus vidas. El hombre común tiene morbo por enterarse de los asuntos de otros. Ellos tienen curiosidad y avidez por escuchar y conocer los asuntos personales de los demás. Pero nosotros debemos escuchar con cautela. No debemos pasarnos del límite; debemos detenernos. El propósito de escucharles es el de cuidar de sus asuntos con oración y tratar de resolver sus problemas. Debemos escuchar sólo para cuidar de los problemas de los hermanos y de las hermanas. Al llegar a cierto punto, debemos dejar de escuchar.
Séptimo, debemos ganarnos la confianza de las personas y preservarla. Si alguien comparte sus problemas espirituales con nosotros, eso es algo que nos han confiado. No debemos hablar acerca de tales confidencias de una manera descuidada. No debemos ser sueltos y repetir estas cosas, a menos que los intereses de la obra así lo requieran. Si no sabemos ser cautelosos con lo que hablamos, no podemos participar en la obra de Dios. A los siervos de Dios se les confían muchas cosas. Ellos tienen que tratar esas confidencias como un encargo sagrado y guardarlas fielmente. Dichas palabras que nos han sido confiadas no son posesiones nuestras, sino cosas que nos son confiadas en nuestro ministerio y en nuestro servicio divino. No podemos liberarlas según nuestra discreción. Tenemos que aprender a salvaguardar y proteger cada confidencia espiritual dada a nosotros por los hermanos y hermanas. No podemos esparcir estas cosas de forma irresponsable. Si nuestra responsabilidad, la obra de Dios o las necesidades humanas lo ameritan, entonces podríamos divulgarlas. De cualquier modo, una multitud de palabras siempre trae pérdida, una gran pérdida. A las personas que son sueltas de lengua y divulgan las cosas a la ligera, no se les puede confiar la obra del Señor. Debemos recibir la advertencia del Señor. Pidamos que Él restrinja nuestras palabras y que aprendamos a no abrir nuestra boca apresuradamente ni de manera ligera. Si una persona es disciplinada o no, se ve por la manera en que controla su lengua. Si alguien es disciplinado, su lengua siempre estará restringida. Debemos prestarle especial atención a este asunto.
Octavo, también debemos prestar especial atención al asunto de las mentiras. La persona de doble lengua, a la cual hemos aludido, es pariente cercano del mentiroso. Todo lo que se dice con la intención de dar una falsa esperanza o una falsa impresión cae en la categoría de la mentira. En ocasiones puede ser que una mentira no contenga nada falso, pero es hablada hábilmente para dar a otros una falsa impresión, y esto en realidad es una mentira. Debemos recordar que la honestidad en nuestro hablar es un asunto de motivos y no es simplemente un asunto de exactitud en las palabras. Si un hermano nos hace una pregunta que no deseamos o no podamos contestar, entonces debemos rehusarnos a darle una respuesta de una manera cortés, y no engañar al hermano. Un enunciado falso es una mentira, y todo lo que les dé a otros una falsa impresión también es una mentira. Queremos que la gente crea la verdad; por lo tanto, no debemos usar palabras, aunque sean ciertas, para transmitir una falsa impresión. El hablar de los hijos de Dios siempre debe ser: "Sí, sí; no, no". Lo que vaya más allá de esto, proviene del maligno. En una ocasión el Señor les habló a los judíos de una manera muy fuerte, diciéndoles: "Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer... Cuando habla mentira, de lo suyo propio habla; porque es mentiroso, y padre de mentira" (Jn. 8:44). El diablo es el autor de las mentiras. Él fue mentiroso desde el principio; aún hoy en día él está lleno de mentiras. Él es un mentiroso y padre de mentira. Sería inconcebible que un hijo de Dios y, aún más, que un obrero del Señor mintiera. Con todo, ciertamente algunos lo hacen. Esto es deplorable. No hay enfermedad más terrible que ésta. ¡Éste es un problema serio, muy serio y muy grave! Debemos prestar toda nuestra atención al asunto de las mentiras. No debemos pensar que todo lo que decimos es siempre exacto. Cuanto más cuidadosos seamos, más nos daremos cuenta de lo difícil que es ser precisos en todo lo que decimos. Algunas veces nuestra intención es hablar la verdad, pero sólo con un pequeño descuido erramos el blanco. Si nos desviamos fácilmente aun tratando de ser exactos, ¿cuánto más nos desviaremos del blanco si no tratamos conscientemente de hablar con exactitud? Es muy difícil hablar la verdad aun cuando tenemos cuidado de lo que decimos, y es aun más difícil hablar la verdad cuando no controlamos nuestras palabras. Así que, debemos estar en guardia, prestar atención a nuestras palabras y nunca hablar a la ligera. De lo contrario, no seremos aptos para servir a nuestro Dios. Dios no puede usar una persona que es Su portavoz por un momento y el vocero de Satanás al siguiente. No, Él nunca puede usar a tal persona.
Noveno, debemos prestar especial atención a otro punto en cuanto al hablar: no contender ni levantar la voz. La Biblia profetizó acerca del Señor: "No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles Su voz" (Mt. 12:19; Is. 42:2). Pablo dijo: "El esclavo del Señor no debe ser contencioso" (2 Ti. 2:24). Esto significa que el siervo del Señor no debe contender ni levantar la voz. Levantar la voz es una expresión de rudeza. El siervo del Señor debe vivir bajo tal control que "no contienda, ni vocee". No debe altercar con nadie. Levantar la voz por lo general denota falta de poder, por lo menos el poder del dominio propio. Ningún siervo del Señor debe hablar tan fuerte que su vecino escuche su voz. Nadie podía escuchar la voz del Señor en las calles. Este es el ejemplo que Él nos dejó. Esto tiene más valor que simplemente rechazar una mentira. Pese a que hay muchas palabras que son correctas y ciertas, aun así no debemos contender ni gritar. "El esclavo del Señor no debe ser contencioso". En muchas ocasiones es mejor mantener nuestra boca cerrada. Un hermano o hermana tiene que ser muy suelto para gritarle a otros. Tiene que haber llevado una vida indisciplinada por muchos años para gritar con poca restricción. Todos nosotros debemos restringirnos y disciplinar nuestra propia voz, tal como lo hizo el Señor cuya voz no se escuchó en las calles. Aprendamos a ponerle freno a nuestra lengua para no vocear, gritar o clamar en voz alta. Esto no quiere decir que debamos asumir artificialmente una actitud seria y callada. Debemos ser espontáneos, y al encontrarnos con otros debemos hablarles de una manera apropiada y natural. Pero permanece el hecho que aquellos que nunca han sido disciplinados en su hablar, enfrentarán tiempos difíciles en la obra. Esperamos que todos los obreros del Señor aprendan a ser más finos, más tiernos y que ninguno sea áspero ni rudo. Nuestro Señor es muy fino y tierno. Él no contendió ni voceó y nadie escuchó Su voz en las calles. Los siervos de Dios deben dar la impresión de que son personas finas y tiernas delante del Señor.
Décimo, debemos prestar atención a nuestros motivos y hechos. Lo que decimos es una cosa, pero nuestro motivo es otra cosa. Los hijos de Dios no sólo deben prestar atención a la exactitud de las palabras, sino también a la exactitud en los hechos. Preferimos ser exactos en los hechos en vez de ser sólo precisos en las palabras. Muchos sólo prestan atención a la exactitud de sus palabras, pero le restan importancia a la exactitud de sus hechos. En realidad, aun cuando seamos muy cuidadosos y exactos en lo que decimos, puede ser que aún estemos en error. Delante del Señor debemos prestar atención a la exactitud de los hechos. Si no lo hacemos, aun si nuestras palabras son correctas, seremos de poco uso para el Señor. Algunos hermanos y hermanas prestan mucha atención a sus palabras; sin embargo, no son de confiar porque, aunque nunca hallamos errores en sus palabras, sabemos que sólo se preocupan de la exactitud de sus palabras y no les interesa lo correcto que puedan ser los hechos. Supongamos que usted aborrece a un hermano en su corazón. Esto es un hecho. En lo que respecta al hecho, usted lo aborrece, pero cuando le ve en la calle, lo saluda como si todo estuviera bien. Cuando él lo visita, usted le sirve comida, y cuando él está enfermo, lo visita. Cuando él tiene necesidad, usted le ayuda con dinero o vestido. Tal vez otro hermano venga a usted y le pregunte: "¿Cómo se siente usted acerca de este hermano?". Pese a que en su corazón usted no lo ama, aun así contesta: "¿No lo saludo con respeto? ¿No lo visito cuando está enfermo? ¿No le ayudo cuando está en necesidad?". Es verdad que usted tiene todos estos argumentos. Legalmente, la razón puede estar de su lado y todas sus palabras pueden ser correctas, pero aún así usted está mintiendo, porque lo que dijo no refleja la realidad de los hechos. Algunos hermanos y hermanas le prestan mucha atención a la forma de proceder. Nadie puede encontrar faltas a sus procedimientos; sin embargo, su corazón dice algo totalmente diferente. Esto está mal. No es bueno estar bien en cuanto a las palabras pero estar incorrecto en cuanto a los hechos. Cuando hablemos con otros, no sólo debemos asumir un procedimiento correcto y asumir que estamos diciendo la verdad, sino más bien debemos prestar especial atención a nuestro motivo delante del Señor. Éste es el asunto fundamental que está detrás de nuestras palabras. No piense que es suficiente usar las palabras precisas. No piense que es suficiente con ser agradables y corteses con los demás. No puede afirmar que sólo porque tiene estas cualidades y atenciones con aquel hermano, usted no lo aborrece. Debemos considerar los hechos. La prueba no radica en las palabras que se hablan. Debemos hablar la verdad, lo que son realmente los hechos. Si los hechos son incorrectos, aún estaremos mintiendo aunque usemos las palabras correctas. Lamentablemente, esta es la manera en que viven muchas personas. Al hablar, no sólo debemos ser cuidadosos de las palabras mismas, sino debemos ir más allá, a nuestros motivos y darle la importancia debida a los hechos.
Onceavo, no debemos hablar palabras ociosas, "porque de la abundancia del corazón habla la boca ... de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio" (Mt. 12:34-36). Después de esto el Señor dijo: "Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado" (v. 37). Cuando los hijos de Dios se reúnen es aconsejable evitar palabras ociosas. Esto no quiere decir que no se saluden y que no puedan comentar sobre el clima o el arreglo del jardín. El saludo nos ayuda a mantener las relaciones humanas y es apropiado usarlas en nuestra conversación, pero las palabras ociosas son los chismes sobre esta o aquella familia, que no tienen nada que ver con nosotros directamente; simplemente son innecesarias. El Señor Jesús dice: "De toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio". Las palabras ociosas no se hablarán una, sino dos veces. Son habladas hoy por nosotros y serán mencionadas otra vez en el día del juicio. Ellas serán repetidas. En el día del juicio tendremos que dar cuenta por todas y cada una de las palabras ociosas. Un día descubriremos las muchas palabras ociosas que hemos hablado, y Dios nos justificará o condenará basado en ellas. Por esta razón, no debemos hablar ninguna palabra a la ligera.
Debemos desechar los chistes, habladurías triviales y las bufonerías. Por supuesto, esto no incluye cuando algunos hermanos y hermanas ocasionalmente hacen comentarios ingeniosos o les dicen algunas palabras divertidas a sus hijos o nietos, eso es un caso distinto. Pero Pablo en su Epístola a los Efesios nos advierte sobre: "obscenidades, palabras necias, o bufonerías maliciosas" (5:4). Estas son palabras frívolas y debemos rechazarlas y apartarnos de ellas.
Por otra parte, no debe haber ningún burlador entre nosotros. Cuando el Señor estaba en la cruz, los hombres hicieron burla de Él, diciendo: "Dejad, veamos si viene Elías a bajarle" (Mr. 15:36). Esto es burlarse. Los que no creen en la segunda venida del Señor se burlan y dicen: "¿Dónde está la promesa de Su venida? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación" (2 P. 3:4). Otros pueden burlarse y hacer toda clase de bufonerías, pero los hijos de Dios no debemos permitir que estas cosas salgan de nuestra boca.
Hay muchas otras clases de palabras impropias, tales como las palabras que se dicen a espaldas de los demás o las críticas. Las palabras injuriosas son pecado y deben desecharse (Tit. 3:10); éstas definitivamente no deben salir de la boca de los cristianos. Tenemos que cuidarnos de no decir todas estas clases de palabras y abstenernos de ellas.
El obrero del Señor debe hablar palabras precisas; no debe ser descuidado en su hablar. Únicamente debe transmitir la palabra de Dios. Si disciplina su lengua se evitará de muchos enredos. Nuestro corazón se duele al ver cuántos obreros del Señor no son capaces de restringir sus palabras. Tal vez estos obreros puedan entretener a los hermanos y hermanas con sus interesantes cuentos y su palabrería, pero ciertamente perderán el respeto de la audiencia cuando hablen la palabra del Señor. No piensen que todo estará bien si acostumbran bromear y hacer chistes con los hermanos y hermanas. Tal vez haya mucho entretenimiento con las bromas y los chistes, pero cuando queramos hablar seriamente la palabra de Dios, ellos le darán la misma importancia que a nuestros cuentos e historietas, y nuestras palabras perderán peso. Algunos hermanos podrán ganar los oídos de la audiencia, mientras que otros dirán lo mismo y no serán escuchados con el mismo interés. Debemos considerar por qué unos capturan a la audiencia y otros no. Sus palabras pueden ser las mismas. Ciertamente la palabra de Dios es la misma, pero la diferencia está en la manera en que ellos hablan en su vida diaria. Prestemos la debida atención a este asunto. Podemos ser iguales en cuanto se refiere a hablar la palabra de Dios, pero si somos diferentes con nuestro otro hablar, seremos distintos en lo que se refiere al poder de la palabra de Dios. Si tenemos el hábito de hablar a la ligera y nos entregamos a conversaciones sin restricciones, cuando hablemos la palabra del Señor el impacto de nuestras palabras en nuestra audiencia será el mismo que cuando hablemos vanas palabrerías, habrá muy poco impacto. Hermanos y hermanas, recordemos que de una fuente no puede brotar agua dulce y amarga a la vez. No se puede suplir agua dulce en una ocasión y agua amarga en otra. El agua amarga siempre será amarga. Aunque en ocasiones el amargor se puede moderar un poco, aún con esto seguirá siendo amarga. Si mezclamos agua limpia y agua sucia, el agua sucia no se volverá limpia; más bien, el agua limpia se ensuciará. Muchos hermanos no tienen impacto en su hablar, no porque la palabra que predican esté mal, sino porque las cosas que hablan en su vida cotidiana, fuera del podio, están mal. Cuando ellos predican la palabra de Dios, nadie les escucha. Tenemos que recordar que las palabras que hablamos desde el podio son reguladas por las palabras que hablamos fuera del podio. Si fuera del podio hablamos de manera necia e insensata, dicho hablar dañará por completo lo que digamos desde el podio. El agua dulce se volverá amarga. No es necesario preparar nuestro mensaje tan laboriosamente antes de predicar, pero sí es muy necesario cuidar y restringir nuestra conversación normal diaria. No esperemos tener poder en nuestro servicio al Señor si no nos restringimos en nuestro vivir diario. Si somos sueltos e imprecisos en nuestras palabras, si confundimos la verdad con lo falso, bromeamos y hacemos chistes todo el tiempo y hasta mentimos, no tendremos poder en nuestro servicio. Tenemos que comenzar por controlar nuestra lengua para que podamos predicar la palabra de Dios.
Además, las palabras precisas tienen mucho que ver con la lectura de la Biblia. La Biblia es el libro más preciso del mundo, y la palabra de Dios es la única palabra precisa en el mundo. Si no tenemos el hábito de hablar con precisión, no podemos leer la Biblia, mucho menos predicarla. Algunos hermanos no pueden leer la Biblia debido a la condición en que se encuentran. Se requiere cierto carácter para ser un predicador del evangelio, y también requerimos dicho carácter para leer la Biblia. Una persona descuidada no es apta para leer la Biblia debido a que la palabra de Dios es muy precisa. Una persona descuidada pasará por alto lo que lee en la Palabra; de hecho, la entenderá equivocadamente.
Pongamos un ejemplo para mostrar el significado de ser precisos. De acuerdo con Mateo 22, los saduceos no creían en la resurrección. Un día ellos vinieron al Señor y le formularon una pregunta, diciendo: "Maestro, Moisés dijo: Si alguno muere sin tener hijos, su hermano, como pariente más cercano, se casará con su mujer, y levantará descendencia a su hermano. Hubo, pues, entre nosotros siete hermanos, el primero se casó, y murió; y no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta el séptimo. Y después de todos murió la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?" (vs. 24-28). Para ellos la resurrección era un hecho inconcebible. Preferían creer que no existía tal cosa, porque si hubiera la resurrección, eso complicaría todo. Así que, era más conveniente para ellos no creer en la resurrección. Ellos vinieron y discutieron con el Señor, trayéndole un problema que parecía no tener solución. Pero Jesús contestó: "Erráis por no conocer las Escrituras ni el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como los ángeles en el cielo. Pero respecto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: 'Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob'? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos" (vs. 29-32). Ciertamente los saduceos leían las Escrituras, pero el Señor les dijo que ellos no conocían las Escrituras. El hablar de ellos era tan descuidado que les era imposible apreciar la absoluta precisión de las declaraciones de Dios. Nuestro Señor sólo citó un breve pasaje de Éxodo 3 para comprobarles la resurrección: Dios se llama a Sí mismo el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. ¿Cómo este pasaje tan corto puede probar la resurrección? El Señor siguió y les explicó: "Él no es Dios de muertos, sino de vivos". Para los saduceos, Abraham estaba muerto, Isaac también y Jacob igualmente; para ellos, los tres estaban muertos. Si éste era el caso, ¿no hacía esto que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob fuera el Dios de los muertos? Pero Dios no es Dios de muertos. ¿Cómo puede ser esto? Ya que Dios no es Dios de muertos, entonces Abraham no debe haber permanecido muerto para siempre. Lo mismo tiene que ser cierto en cuanto a Isaac y Jacob. Pero, ¿cómo puede un muerto dejar de estar muerto? Sólo si es resucitado. Así que, Abraham, Isaac y Jacob deben haber sido todos resucitados porque Dios no es Dios de muertos sino de vivos. El Señor Jesús les contestó a los saduceos de esta manera. Nuestro Señor era muy exacto en todo lo que decía. En dicha ocasión, Él puso en evidencia la inexactitud de los saduceos y su ignorancia de la Biblia.
Si somos descuidados en nuestro hablar, no apreciaremos cuán exacta es la Palabra de Dios. Una persona cuyo carácter es descuidado no se interesa por la exactitud y es incapaz de ser exacto no es capaz de poseer y contener la Palabra de Dios. La Biblia es el libro más exacto que existe; es exacto hasta la última jota y tilde. El Señor dijo: "Ni una jota ni una tilde pasará de la ley" (Mt. 5:18). Dios tiene un propósito con cada jota y tilde; Él nunca es descuidado. Ya que Dios es tan exacto en Sus palabras, sus obreros también deben ser exactos al hablar. Hermanos y hermanas, Dios nunca tiene un hablar ambiguo, nunca es descuidado. Sus palabras siempre tienen un firme cimiento; cada una de ellas es segura e inconmovible. Cuanto más leemos Su Palabra, más nos daremos cuenta que no se le puede añadir ni quitar ni una sola palabra. Debemos prestar atención al hecho de que nadie que sea descuidado en su hablar puede ser un siervo del Señor. Una persona que es suelta en su hablar no tendrá impacto entre los hermanos y no podrá manejar bien la Palabra de Dios. Algunos hermanos sólo hacen sufrir a la audiencia cuando hablan desde el podio. Sólo hay que escuchar un mensaje de ellos para darse cuenta de lo descuidados que son. Una persona descuidada sólo puede hablar palabras desordenadas, aun cuando presente la Palabra de Dios lo hará de una manera descuidada. Si es una persona descuidada en su vivir cotidiano, ¿cómo no puede ser descuidado cuando habla desde el podio? Ninguna persona desordenada puede leer la Biblia ni es capaz de hablar por el Señor. Que Dios tenga misericordia de nosotros. Que recibamos misericordia para tener un hablar preciso. Debemos ofrecer una oración al Señor, diciendo: "Señor, dame la lengua de un aprendiz para que no sea suelto, descuidado ni defectuoso en mi hablar. No quiero sufrir mucha pérdida. No quiero perder mi testimonio". Si somos descuidados al hablar no podremos leer ni entender la Palabra de Dios. Al estudiar la Biblia, debemos descubrir los hechos, pero una persona descuidada no es capaz de encontrar ningún hecho. A fin de apreciar la exactitud de cada palabra de Dios, necesitamos primero aprender a hablar de una manera cuidadosa y cautelosa.
Cada obrero del Señor tiene una función especial. Tiene su propia porción especial delante del Señor, y Dios la usa al ponerla de manifiesto. Sin embargo, debe también tener un desarrollo balanceado en otras áreas. Un desarrollo balanceado eliminará toda grieta o defecto en su ministerio. Si un hermano es bueno en su especialidad, pero fracasa en otras áreas, su ministerio será dañado debido a estas grietas de escape. En los capítulos anteriores abarcamos varios rasgos del carácter, tales como saber escuchar a los demás, amar a la humanidad, armarse con una mente dispuesta para sufrir, golpear el cuerpo y ser diligentes. Estos son los requisitos básicos que debemos tener. Ningún siervo de Dios debe carecer de estos rasgos del carácter. El tema de este capítulo —ser restringidos en nuestro hablar— es otro rasgo básico. Alguien que habla descuidadamente no puede transmitir la palabra de Dios con exactitud. Muchos hermanos pudieran tener un futuro brillante y prometedor si no fuera por el hecho de que su lengua es muy suelta; y por esta razón pierden toda su fuerza ante Dios.
Tenemos que guardar nuestro valor espiritual, nuestro peso espiritual y nuestra utilidad espiritual delante del Señor por cualquier medio. No debemos desperdiciar la porción especial que Dios nos ha dado. No debemos dejarla escapar un poco aquí y otro poco allá; antes bien, debemos tapar todos los agujeros por donde se nos pueda escapar para así preservar nuestro ministerio. La preocupación más crucial que debe tener todo obrero del Señor es preservar su ministerio. Si no preservamos nuestro ministerio, todas las cosas y las responsabilidades que Dios nos ha dado se perderán poco a poco y al final no quedará nada. No podemos ser descuidados con ninguna palabra que digamos. Debemos recibir las correcciones, reprensiones y juicios de parte del Señor. Hermanos y hermanas, no es suficiente sólo recibir las cosas positivas. También debemos esforzarnos por preservarlas para que no se pierdan. Si no restringimos nuestro hablar, ciertamente perderemos las cosas positivas que hemos recibido.
Cuando estemos ante el tribunal de Cristo, descubriremos que el daño causado por hablar descuidada y frívolamente excede a todo el daño causado por otras carencias. Esto se debe a que tal daño no paró con nosotros mismos, sino que también causó gran destrucción en la vida de otras personas. Cuando las palabras son dichas ellas no paran con nosotros. Una vez que hablamos algo, eso continúa esparciéndose. Supongamos que algunos hermanos dicen algo impropio. Una vez que las palabras se fugan de su boca, ya no se pueden retractar. Podemos arrepentirnos de nuestra insensatez y podemos pedir perdón. Incluso podemos enterrarnos en cenizas y arrepentirnos diciendo: "Señor, he dicho algo impropio". Ciertamente la sangre del Señor nos limpiará, pero las palabras que salieron de nuestra boca no serán quitadas. Éstas continuarán en la tierra. Podemos confesar nuestros pecados al Señor y a los hermanos, y ambos pueden perdonarnos, pero las palabras que hemos hablado permanecerán y continuarán propagándose. Algunos obreros pueden carecer de la disposición para sufrir. Otros pueden tener el problema que no saben escuchar o la debilidad de ser perezosos. Sin embargo, el problema de hablar sin restricción puede ser más serio que incluso la pereza, el no ser buenos oidores o la falta de disposición para sufrir. Las palabras dichas descuidadamente liberan una corriente de muerte que fluye y se propaga esparciendo muerte por dondequiera que va.
Hermanos y hermanas, ante hechos tan serios tenemos que ser extremadamente cuidadosos con nuestro hablar. Debemos arrepentirnos delante del Señor por muchas palabras que han salido de nuestra boca. Tales palabras no producen buen fruto; de hecho, dañan en muchas maneras. Muchas de las palabras que proferimos en el pasado fueron palabras "ociosas", pero ahora no sólo son simples palabras "ociosas", sino que se siguen esparciendo por toda la tierra. En el momento que las dijimos fueron simplemente palabras "ociosas", pero después de un tiempo siguen siendo muy activas y han estado causando mucho daño. Debemos pedir la misericordia de Dios para ser limpiados de nuestro pasado, y en el presente debemos pedirle que nos discipline y nos purifique radicalmente, quemándonos con brasas encendidas (Sal. 120:3-4). Si Él nos disciplina de tal manera que queme nuestra boca, ya no la abriremos tan apresuradamente y nos ahorraremos muchos lamentos en el futuro. Muchos errores, una vez cometidos, son irreparables. Lot pudo arrepentirse y regresar a su antigua posición, pero Moab y Amón aún están con nosotros hoy. Abraham pudo engendrar a Isaac después de arrepentirse, pero para entonces Isaac ya tenía un enemigo. Abraham pudo despedir a Agar, pero el problema que había creado todavía persiste. Una vez que emitimos nuestras palabras, no se detienen, y el problema que causan no para. Debemos orar para que el Señor queme nuestra lengua con Su fuego encendido, para que no pronunciemos nunca más palabras ociosas ni mentiras y para que ya no tengamos más una lengua desenfrenada. Debemos orar para que nuestra lengua sea la lengua de un instruido. Sólo cuando el Señor ponga nuestra boca bajo un estricto control y dejemos de hablar descuidadamente, podemos esperar que Él nos use como Sus portavoces. De otra manera, de una misma fuente seguirán brotando dos clases de agua. No podemos darles a otros agua dulce y amarga a la vez. Podemos sentir la carga de servir a Dios y de participar en Su obra, pero no podemos hablar la Palabra de Dios un momento y la del diablo al siguiente. Tenemos que pedirle al Señor que por Su gracia le pongamos fin a nuestra boca desenfrenada. Debemos decirle al Señor: "Permite que todas mis palabras sean aceptables a Ti, tal como mi corazón lo es". ¡Que el Señor tenga misericordia de nosotros!
El Señor Jesús dijo: "Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo" (Jn. 17:19). Todo siervo de Dios que desea servirle tiene que aprender a santificarse a sí mismo dondequiera que esté. Para servir a otros tenemos que santificarnos a nosotros mismos en nuestro hablar. Hablar es una gran tentación. Cuando tres, cinco, ocho o diez personas están enfrascadas en alguna conversación, es una gran tentación el unirse y ser parte de ellos. Tenemos que aprender a santificarnos, a apartarnos de los demás y no mezclarnos con ellos. No debemos hablar ligeramente. Debemos tener las palabras y la lengua del que ha sido instruido. Nuestros labios tienen que pasar por el fuego.
Nunca debemos exponernos a ceder a la tentación. Cuando otros hermanos y hermanas están enfrascados en conversaciones inapropiadas, lo primero que tenemos que hacer es apartarnos de ellos. Tan pronto como nos mezclemos con ellos y nos hagamos uno con ellos, ya habremos caído. Tenemos que separarnos de ellos y apartarnos de su medio. Cada vez que oigamos conversaciones frívolas, no debemos ceder a la tentación, ni debemos asociarnos con tales personas. Siempre debemos separarnos. Creo que Dios nos concederá Su misericordia para edificarnos poco a poco con Su gracia.
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