Yo compartiré tu lado oscuro
La promesa de Dios en la escupida del soldado
Es digno de nuestra compasión. Cuando lo ves, no te ríes. No te mofas. No te vas, ni mueves la cabeza. Te acercas respetuosamente a él, lo llevas hasta el banco más cercano y lo ayudas a sentarse.
Te compadeces del hombre. Es tan tímido, tan cauteloso. Es un ciervo en las calles de Manhattan. Tarzán caminando por la jungla urbana. Es una ballena encallada en la playa, preguntándose cómo llegó allí y cómo hará para salir y volver a las aguas profundas.
Qué habría sido de la Bestia si la Bella no hubiera aparecido?
Tú conoces la historia. Hubo un tiempo cuando su rostro era hermoso y su palacio agradable. Pero eso era antes de la maldición, antes que las sombras cayeran sobre el castillo del príncipe, antes que las sombras cayeran sobre su corazón. Y cuando esto ocurrió, él se ocultó. Se recluyó en su castillo, con su hocico reluciente, sus colmillos encorvados y un talante horrible.
Pero todo eso cambió cuando llegó la joven. Me pregunto, ¿qué habría sido de la Bestia si la Bella no hubiera aparecido?
O, ¿qué habría pasado si ella no hubiera tenido la actitud que tuvo con él? ¿Quién habría podido reprocharla? Él era… ¡una bestia! Velludo. Le corría la baba. Rugía cuando quería decir algo. Su aspecto aterrorizaba. Y ella era una belleza. Adorable. Amable. Si en el mundo dos personas correspondieran fielmente a sus nombres, estas serían la Bella y la Bestia. ¿Quién habría podido criticarla si ella no le hubiera prestado atención? Pero ella lo hizo.
Y porque la Bella amó a la Bestia, esta llegó a ser más hermosa.
La historia nos resulta familiar, no porque sea un cuento de hadas sino porque nos recuerda a nosotros mismos. Dentro de cada uno de nosotros hay una bestia.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo cuando el rostro de la humanidad era hermoso y el palacio agradable. Pero eso era antes de la maldición, antes que las sombras cayeran sobre el jardín de Adán, antes que las sombras cayeran sobre el corazón de Adán. Y a partir de la maldición, hemos sido diferentes. Bestiales. Feos. Despreciables. Cascarrabias. Hacemos las cosas que sabemos que no debemos hacer y después nos preguntamos por qué las hicimos.
La otra noche, seguramente la parte fea de mí mostró mi rostro de bestia. Me encontraba conduciendo mi vehículo por una carretera de dos carriles que estaban a punto de convertirse en uno solo. Una señora detrás de mí conducía su vehículo por el carril que continuaría. Yo estaba en el que desaparecería. Decidí que tenía que seguir delante de ella. Sin duda, mi agenda era mucho más importante que la de ella. Después de todo ¿no soy yo un hombre especial? ¿Un mensajero de amor? ¿Un embajador de paz?
Así es que aceleré.
¿Qué? Sí, ella lo hizo también. Cuando mi carril se terminó, ella estaba centímetros adelante. Refunfuñé, pero dejé que me adelantara. Mirando por sobre su hombro, ella me hizo una seña de adiós con su cara llena de risa. Grrrr.
Quise encender las luces de mi auto, pero me detuve; sin embargo, la parte siniestra de mí saltó para decirme: «¿Por qué no? ¿No has sido llamado a proyectar luz en los lugares oscuros? ¿A iluminar las sombras?»
Así es que puse las luces altas que chocaron violentamente contra su espejo retrovisor.
Ella se vengó disminuyendo la marcha. Ahora iba a la vuelta de la rueda. ¡Esta dama se las traía! No se habría apurado aunque hubiese sabido que toda la ciudad de San Antonio estaba atrasada. No pasaba de las quince millas por hora. Yo, ante esa situación, no estaba dispuesto a quitar las luces de su espejo retrovisor. Como dos burros taimados, ella se mantuvo avanzando lentamente y yo alumbrándola. Después de una serie de pensamientos que no me atrevo a expresar, el camino se amplió de nuevo de modo que empecé a tratar de pasarla. ¿Y sabes qué vino ahora? En una intersección, una luz roja nos dejó parados uno al lado del otro. Lo que ocurrió entonces contiene buenas y malas noticias. La buena es que me hizo un gesto con la mano. La mala es que mejor no trates de imaginarte en qué consistió su gesto.
Momentos después, comenzó el remordimiento. «¿Por qué habré hecho eso?» Yo soy, por naturaleza, un tipo tranquilo, pero esta vez y por quince minutos, me comporté como una bestia. Solo dos cosas me tranquilizan. Una, que no tengo la figura de un pez adherida a mi auto; y dos, que el apóstol tuvo problemas similares. «No hago lo que quiero, sino lo que no quiero, eso hago» ( Romanos 7.15 ). ¿Alguna vez se han aplicado estas palabras también a ti?
Si la respuesta es afirmativa, entonces estás en buena compañía. Pablo no es el único personaje de la Biblia que tuvo que trenzarse a golpes con la bestia que había dentro de él. Difícilmente se podría encontrar una página de la Escritura donde el animal no muestre los dientes. El rey Saúl atacando al joven David con una lanza. Siquem violando a Dina. Los hermanos de Dina (los hijos de Jacob) dando muerte a Siquem y sus amigos. Lot tratando de negociar con los hombres de Sodoma y luego huyendo apresuradamente de allí. Herodes asesinando a los niños de Belén. Otro de los Herodes dando muerte al primo de Jesús. Si a la Biblia se la conoce como el Libro de Dios, no es precisamente porque la gente que aparece en ella hayan sido unos santitos. A través de sus páginas la sangre corre tan libremente como la tinta a través de la pluma que las relata. Pero la maldad de la bestia nunca fue tan grande como el día que Cristo murió.
Los discípulos primero fueron rápidos para quedarse dormidos y luego fueron rápidos para irse.
Herodes quería montar un espectáculo.
Pilato quería quitárselo de encima.
¿Y los soldados? Querían sangre.
Así es que azotaron a Jesús. El azote legionario estaba formado por tiras de cuero con pequeñas bolas de plomo en sus puntas. Lo que se quería conseguir con eso era golpear al acusado hasta dejarlo medio muerto y luego parar. La ley permitía treinta y nueve azotes, pero casi nunca se llegaba a este número. Un centurión vigilaba la condición del preso. Cuando le soltaron las manos y se desplomó, no hay duda que Jesús estaba cerca de la muerte.
Los azotes fueron lo primero que hicieron los soldados.
La crucifixión fue lo tercero. (No, no me he saltado la segunda cosa. Volveremos a eso en un momento.) Aunque su espalda estaba completamente destrozada por los azotes, los soldados pusieron el travesaño de la cruz sobre los hombros de Jesús e iniciaron así la marcha hacia el Lugar de la Calavera donde lo ejecutaron.
No culpamos a los soldados por estas dos acciones. Después de todo, solo cumplían órdenes. Pero lo que cuesta entender es lo que hicieron mientras tanto. Esta es la descripción que hace Mateo:
Jesús fue golpeado con azotes y entregado a los soldados para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al palacio del gobernador y allí se reunieron alrededor de él. Le quitaron la ropa y le pusieron una túnica roja. Usando ramas con espinas, hicieron una cruz, se la pusieron en la cabeza y le pusieron un palo en su mano derecha. Luego los soldados se inclinaron ante Jesús y se mofaron de él, diciendo: «¡Salve. Rey de los judíos!» Y lo escupieron. Luego le quitaron el palo y empezaron a golpearlo con él en la cabeza. Después que hubieron terminado de hacerlo, le sacaron la túnica y lo volvieron a vestir con su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo ( Mateo 27.27–31 ).
La tarea de los soldados no era otra que llevar al nazareno al cerro y ejecutarlo. Pero ellos tenían otra idea. Antes de matarlo, querían divertirse un poco con él. Soldados robustos, armados y descansados formaron un círculo alrededor de un carpintero de Galilea desfalleciente y casi muerto, y se dedicaron a golpearlo.
Los azotes fueron ordenados, lo mismo que la crucifixión. ¿Pero quién podría encontrar placer en escupir a un hombre medio muerto?
Jamás un escupitajo puede herir el cuerpo. No puede. Se escupe para hacer daño en el alma, y ahí sí que es efectivo. ¿Qué era lo que los soldados estaban haciendo? ¿No se estaban elevando a expensas de otro? Se sentían grandes a través de empequeñecer a Cristo.
¿No has hecho eso tú también alguna vez? Quizás nunca hayas escupido a alguien, pero sí has hablado mal de él (o de ella). O quizás lo has calumniado. ¿Has alzado alguna vez tu mano impulsado por la ira, o quitado la vista con arrogancia? ¿Has alguna vez lanzado tus luces altas sobre el espejo retrovisor de alguien? ¿Has alguna vez hecho que alguien se sienta mal para tú sentirte bien?
Eso fue lo que los soldados hicieron a Jesús. Cuando tú y yo hacemos lo mismo, también se lo estamos haciendo a Jesús. «Te puedo asegurar que cuando lo hiciste a uno de los últimos de estos mis hermanos y hermanas, me lo estabas haciendo a mí» ( Mateo 25.40 ). Como tratamos a los demás, así tratamos a Jesús.
«No Max, no me gusta oírte decir esas cosas», protestas tú. Créeme, a mí tampoco me gusta decirlas, pero debemos enfrentar el hecho que hay algo bestial dentro de cada uno de nosotros. Alguien que nos hace hacer cosas que aun a nosotros nos sorprenden. ¿No te has sorprendido a ti mismo? ¿No te has visto reflejado en algo que has hecho y que te ha hecho preguntarte: «¿Qué hay dentro de mí?»
Para esa pregunta, la Biblia tiene una respuesta de seis letras: P-E-C-A-D-O. Hay algo malo -bestial- dentro de cada uno de nosotros. «Por naturaleza somos hijos de ira» ( Efesios 2.3 ). No es que no podamos hacer lo bueno. Lo hacemos. Lo que pasa es que no podemos dejar de hacer lo malo. En términos teológicos estamos «totalmente depravados». Aunque hechos a la imagen de Dios, hemos caído. Tenemos corrompido el corazón. El centro de nuestro ser es egoísta y perverso. David dijo: «Nací en pecado, sí, desde el momento en que mi madre me concibió» ( Salmo 51.5 ). ¿Podría alguien de nosotros decir menos que eso? Todos hemos nacido con una tendencia a pecar. La depravación es un estado universal. La Escritura lo dice claramente:
Como ovejas nos hemos extraviado; cada uno se ha ido por su propio camino ( Isaías 53.6 ).
El corazón es engañoso sobre todas las cosas, y perverso. ¿Quién podría entenderlo? ( Jeremías 17.9 )
No hay justo ni aun uno… Todos han pecado y no han alcanzado la gloria de Dios ( Romanos 3.10 , 23 ).
Es posible que alguien no esté de acuerdo con palabras tan fuertes; quizás tal persona podría mirar a su alrededor y decir: «Comparado con fulano, yo soy una persona decente». Un cerdo podría decir lo mismo. Podría mirar a sus pares y declarar: «Estoy tan limpio como cualquiera de estos». Comparado con un ser humano, sin embargo, ese cerdo necesita ayuda. Comparados con Dios, nosotros los humanos necesitamos lo mismo. La medida para la santidad no se encuentra entre los cerdos de la tierra sino en el trono del cielo. Dios mismo es la medida.
Nosotros somos unas bestias. Como el ensayista francés Michel de Montaigne dijo: «No hay hombre tan bueno que, si sometiera todos sus pensamientos y actos a las leyes, no merezca ser colgado diez veces en su vida». 1 Nuestras obras son feas. Nuestros actos son rudos. No hacemos lo que queremos, no nos gusta lo que hacemos y, lo que es peor (sí hay aun algo peor), no podemos cambiar.
Tratamos de hacerlo, ah, sí que tratamos. Pero, «¿Podría un leopardo cambiar sus manchas? De la misma manera Jerusalén, tú no puedes cambiar y ser buena porque estás acostumbrada a hacer el mal» ( Jeremías 13.23 ). El apóstol coincide con el profeta: «La mente que es según la carne es hostil a Dios; no se somete a la ley de Dios porque no puede » ( Romanos 8.7 , énfasis mío).
¿Aun disientes? ¿Aun piensas que la afirmación es demasiado violenta? Si es así, acepta este reto. Durante las siguientes veinticuatro horas trata de vivir una vida sin pecado. No te estoy pidiendo una década de santidad, ni un año, ni siquiera un mes. Solo un día. ¿Te atreves a intentarlo? ¿Podrías vivir un día sin pecar?
¿No? ¿Y una hora? ¿Estarías en condiciones de prometer que por los siguientes sesenta minutos tendrás solo pensamientos y acciones puros?
¿Sigues indeciso? ¿Y cinco minutos? Cinco minutos libres de ansiedades, de irritación, de ausencia de orgullo. ¿Qué te parece cinco minutos?
¿No? Ni yo tampoco.
Esto quiere decir que tenemos un problema: Somos pecadores, y «el salario del pecado es la muerte» ( Romanos 6.23 ).
Tenemos un problema: No somos santos, y «nadie cuya vida no sea santa verá jamás al Señor» ( Hebreos 12.14 ).
Tenemos un problema: Somos malos, y «los malos recibirán castigo» ( Proverbios 10.16 ).
¿Qué podemos hacer?
Deja que los escupitajos de los soldados simbolicen la inmundicia en nuestros corazones. Y luego observa lo que hace Jesús con nuestra inmundicia. La lleva a la cruz.
A través del profeta, él dice: «Yo no escondí mi rostro de las burlas y los escupitajos» ( Isaías 50.6 ). Mezclada con su sangre y su sudor estaba la esencia de nuestro pecado.
Dios pudo haber hecho las cosas de otra manera. Según el plan de Dios, a Jesús se le ofreció vinagre para su garganta; entonces, ¿por qué no una toalla para su rostro? Simón cargó con la cruz de Jesús, pero no limpió las mejillas de Jesús. Los ángeles estaban a tiro de oración. ¿No podían ellos limpiar los escupitajos?
Podían, pero Jesús no les dio la orden para que lo hicieran. Por alguna razón, Aquel que escogió los clavos también escogió la saliva. Además de la lanza y la esponja del hombre, soportó el escupitajo del hombre. ¿Por qué? ¿Será que él pudo ver la belleza que había en la bestia?
Pero aquí termina la comparación con la Bella y la Bestia . En la fábula, la bella besa a la bestia. En la Biblia, la Bella hace mucho más. Se hace la bestia para que esta llegue a ser la bella. Jesús cambia lugar con nosotros. Nosotros, como Adán, estábamos bajo maldición, pero Jesús «cambió lugar con nosotros y se puso a sí mismo bajo esa maldición» ( Gálatas 3.13 ).
¿Qué habría ocurrido si la Bella no hubiese venido? ¿O que no se hubiera interesado en nosotros? Habríamos permanecido siendo bestias. Pero la Bella vino, y la Bella se preocupó de nosotros.
El que estaba sin pecado tomó la forma de un pecador para que nosotros, pecadores, pudiéramos tomar la forma de un santo.
El pecado oculto en la profundidad de los corazones
de los impíos los impulsará siempre a hacer lo malo.
Salmos 36.1
La vanidad está tan arraigada en el corazón del hombre que… los que escriben contra ella quieren tener la gloria
de haber escrito bien; y los que los leen, desean
tener la gloria de haberlos leído.
Blaise Pascal
El corazón es engañoso sobre todas las cosas e incurable.
¿Quién lo entenderá?
Jeremías 17.9
El pecado, entendido en el sentido cristiano, es el precio
que hay que pagar a través de toda la existencia.
Emil Brunner
Oh tendencia a hacer lo malo, ¿cómo te has arrastrado hasta cubrir la tierra con tu traición?
Eclesiástico 37.3