La cruz de cristo
Al llegar la llamada Semana Santa, cada año vuelven a verse en muchos lugares manifestaciones religiosas que evidencian el escaso conocimiento que del significado de la cruz tienen aún gran número de personas.
Pocos objetos han sido tan desfigurados y mal interpretados como la cruz del Calvario. Para los judíos contemporáneos de Jesús fue skándalon, «piedra de tropiezo»; para los griegos, imbuidos de ideas filosóficas, morías, «locura». Parecía el colmo de los absurdos pensar que la salvación de la humanidad dependiera de la muerte de un crucificado, con todo lo que de repulsivo tenía tal forma de ejecución.
Apena ver cómo las escenas más patéticas de la pasión y muerte del Salvador se reproducen teatralmente en impresionantes procesiones. En el menos deplorable de los casos, las imágenes conmueven los sentimientos de algunos espectadores; pero por lo general todo queda reducido a mero espectáculo Como parte de éste suele verse algún penitente que participa de la procesión cargado con una voluminosa cruz de madera. Cree el hombre que con ese sacrificio contribuye a la expiación de sus pecados, con lo que evidencia su ignorancia respecto a una de las verdades fundamentales del Evangelio: sólo «la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7).
No sólo en Semana Santa, sino a lo largo de todo el año, muchas personas llevan colgada del cuello una crucecita de oro. Es difícil saber si ello obedece a un sentimiento religioso íntimo, a la tendencia a exhibir ornamentos o a superstición (en ese objeto suele verse un talisman protector). Esta última interpretación estaría en consonancia con la secular práctica del santiguarse; se piensa que hacer la señal de la cruz aleja toda clase de males, físicos y morales. Así, en el fondo, la cruz queda emparentada con la magia.
La amplia difusión de estos y otros errores hace necesaria una exposición del tema de la cruz. La amplitud del mismo nos obliga a presentarla muy resumidamente, casi sólo en forma de bosquejo.
I. La crucifixión de Cristo como hecho histórico
Cuando el Credo Apostólico afirma que Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio Pilatos» está destacando un evento histórico, lo que es altamente significativo. El cristianismo no descansa sobre ideas; no es mera teología. Se fundamenta en acontecimientos históricamente demostrables relativos a la vida y obra de Cristo: su nacimiento, su ministerio, su muerte, su resurrección. De todo ello nos dan cuenta los evangelistas en sus composiciones literarias (evangelios). Tales composiciones no son simple fruto del fervor de los autores, como algunos críticos han pensado. Es innegable que los evangelistas escribieron con corazones enardecidos por el recuerdo de Cristo, avivado por la acción del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que lo hicieron con la objetividad de testigos oculares (Mateo, Marcos y Juan) o con espíritu de investigador serio (Lucas, Lc. 1:1-3).
Sus narraciones nos presentan los hechos con gran realismo, particularmente los relativos a la pasión y muerte de Jesús. El juicio, la sentencia condenatoria y la ejecución se llevaron a efecto de acuerdo con las disposiciones jurídicas de Roma que conocemos por los historiadores. Aunque Jesús fue entregado al gobernador romano por las autoridades judías, fue Pilato quien tuvo la palabra final en el proceso. El factor determinante de su resolución fue la insistencia del Sanedrín en que Jesús era una amenaza para la estabilidad política del país: «Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (Lc. 23:5). Esta desfiguración malintencionada podía hacer pensar que tal vez Jesus era uno de los cabecillas del grupo subversivo de los zelotes (uno de los apóstoles había militado en sus filas -Mt. 10:4- y probablemente el Iscariote también). Además había dado a entender que él era el Mesías, el Rey de los judíos, y había recomendado la evasión fiscal del impuesto destinado a la hacienda del imperio. Ante estas insinuaciones, pese a sus dudas y a su vacilación, Pilato finalmente «lo entregó a ellos para que fuese crucificado» (Jn. 19:16). Todos los detalles cuadran perfectamente con el marco histórico de aquella época. No debe haber, pues, dudas en cuanto a la veracidad de los evangelistas. La única dificultad acerca de lo relatado por ellos no es la relativa a su historicidad. Sería -y es- la interpretación del hecho histórico. ¿Qué significa la muerte de Cristo?
II. La cruz, meta de la vida de Jesús
No disponemos de datos que nos permitan deducir cuándo empezó Jesús a ser consciente de su identidad divina y de su misón en el mundo, aunque hubo de ser a edad muy temprana, pues ya a los doce años declaraba su necesidad de estar ocupado en los asuntos de su Padre (Lc. 2:41-49). Sí sabemos que pronto en los años de su ministerio público vio con claridad el final cruento de su vida (Mt. 16:21). La predicción de su muerte se repite, abierta o veladamente, en varias ocasiones (Mr. 10:38; Mt. 20:18; Lc. 12:50). A medida que se aproxima el desenlace de la pugna con los judíos incrédulos, Jesús habla de su «hora» (Jn. 12:23; Jn. 16:32), y poco antes de su detención en Getsemaní, declara: «La hora ha llegado» (Jn. 17:1), palabras que confirma tras su agonía en el huerto, cuando sus apresadores están a punto de aprehenderlo (Mt. 26:45; Mr. 14:41). Diríase que, más que cualquier otro hombre, Jesús nació para morir. Su vida entera discurrió bajo la sombra ominosa de la cruz.
Muchas personas alcanzan la edad madura y aún no saben qué sentido tiene su existencia. Y todas ignoran cuál será su futuro. El Señor Jesucristo tuvo una idea muy clara de su identidad y de su obra. No había venido a la tierra primordialmente para enseñar o para sanar enfermos; tampoco para impresionar al mundo con sus milagros. Había nacido para «morir». Todo lo demás en su vida fue accesorio. En su caso la muerte no fue el fin; fue la cumbre de su vida. En la cruz iba a consumarse la obra de Dios para la salvación de los hombres. De lo acontecido en el Gólgota dependería la reparación de las ruinas causadas por el pecado y la rehabilitación del ser humano, rebelde en su naturaleza caída, para la reconciliación con Dios y la participación en la gloria de su Reino.
III. Significado de la muerte de Cristo
El propio Señor Jesús fue muy consciente de que su muerte no sería un amargo fracaso, una tragedia irreparable que existinguiría las huellas de du paso por la historia. Siempre, detrás de la cruz, veía su resurrección (Mt. 16:21), el triunfo de una vida indestructible. Para él la cruz era la culminación de lo revelado en las Escrituras acerca del Mesías (Lc. 24:45-47). Sabía que era el Antitipo de numerosos tipos contenidos en el Antiguo Testamento: templo, fiestas, sacrificios, sacerdotes, reyes. Sobre todo, se veía a sí mismo como el Ebed Yahveh, el Siervo sufriente descrito en Is. 52 y 53 que había de «poner su vida en expiación por el pecado» (Is. 53:10). Jesús probablemente recordaba este texto cuando declaró que no había venido para ser servido, sino «para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28).
También los apóstoles entendieron y proclamaron el significado de la cruz. Su testimonio es unánime al destacar el carácter vicario, expiatorio y redentor de la muerte de Cristo (Ro. 4:25; Ro. 5:8; Ro. 8:32; 1 Co. 11:24; 2 Co. 5:14-15; Gá. 1:4; Gá. 2:21; Ef. 5:2; 1 P. 1:18-19; 1 Jn. 1:7; Ap. 1:5). Cristo fue el segundo Adán, quien puso fin a la transgresión y la condenación reportadas por el primer Adán para traer a los hombres la justificación de vida (Ro. 5:17). Este hecho nos lleva a considerar algunos aspectos importantes del mensaje de la cruz:
La universalidad del propósito salvífico de Dios. A lo largo de toda la Biblia se hace notar el carácter universalista del plan divino . En los albores del periodo patriarcal, Dios dice a Abraham: «En ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3). En el Nuevo Testamento se confirma esa promesa. Jesús confesó que tenía otras ovejas fuera del rebaño judío, a las que atraería para que oyeran su voz y se integraran en su redil. (Jn. 10:16). Ante unos griegos que deseaban verle, hace, en clara alusión a su muerte, una significativa revelación: «Si yo fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo (esto dijo dando a entender de qué muerte iba a morir)» (Jn. 12:32). Una de sus últimas declaraciones fue: «Así está escrito y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones.» (Lc. 24:46-47). Pablo ratifica la universalidad del Evangelio (Gá. 3:28). Y Juan, en sus visiones apocalípticas ve, en compañía de Cristo, «el que nos amó y nos liberó de nuestros pecados con su muerte» (Ap. 1:5) «una multitud inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y palmas en sus manos.» (Ap. 7:9).
Paralelamente a la concepción universalista de la redención, nos descubre Pablo la dimensión cósmica de la obra reconciliadora de Cristo en su muerte (Col. 1:19-20). El propósito eterno de Dios era «restaurar todas las cosas en Cristo en la dispensación del cumplimiento de los tiempos» (Ef. 1:9-10) en el marco de una nueva creación. Sólo de este modo podían verse en su plenitud los efectos de lo acaecido en el Calvario.
IV. La cruz en la experiencia del creyente
La muerte de Jesús no es sólo un hecho histórico. Tiene una proyección profunda en la experiencia del cristiano. Pablo escribía a los gálatas: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gá. 2:20). Al decir esto piensa fundamentalmente en su justificación ante Dios, como se desprende de Gá. 2:21. Cristo en la cruz murió para expiar el pecado. Si yo estoy identificado con él en su muerte, quedo libre de condenación. En virtud de esa expiación, Dios me otorga su «justicia».
Pero hay más. En otro texto Pablo manifiesta que «fuimos sepultados juntamente con él para muerte por medio del bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de los muertos, así también nosotros andemos en novedad de vida... Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él para que el cuerpo del pecado sea reducido a la impotencia, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Ro. 6:4-6). Aquí tenemos el secreto de la santificación. Es por la identificación con la muerte y la resurrección de Cristo que podemos vivir santamente
Comunión de sufrimientos juntamente con Cristo. Cuando Jesús anunció su muerte a sus discípulos los previno acerca del destino que les esperaba. Habían de estar dispuestos a tomar su cruz y seguirle, incluso a perder su vida por causa de él (Mt. 16:24-25). A Jacobo y Juan les dijo: «La copa que yo bebo, beberéis» (Mr. 10:39). Los siervos y discípulos no podían esperar mejor suerte que la de su Maestro y Señor. Si somos «coherederos con Cristo», es lógico «que padezcamos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.» (Ro. 8:17). Pero «lo que en este tiempo se padece no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada» (Ro. 8:18).
Liberación del temor a la muerte. Cristo se identificó con los hombres en su naturaleza humana, en el sufrimiento y en la muerte; participó de su «carne y sangre» para, «por medio de la muerte, destruir el poder del que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (He. 2:14-15). En esta realidad se fundamenta la esperanza cristiana.
El apóstol Pablo se nutrió siempre espiritualmente del mensaje de la cruz. Se extasió ante su grandiosidad y lo vivió en riquísima experiencia.
No es de extrañar que exclamara: «¡Lejos sea de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.» (Gá. 6:14). ¿Podemos afirmar lo mismo nosotros? Sólo así podremos celebrar la Semana Santa dignamente. Ver especial de pascuas >