Esteban Correa

Reconociendo el Señorío de Dios, con el salmo 63

Tú, Señor, que eres mi guía, mi escudo y la alegría de mi corazón, porque en ti he puesto mi reposo, y el fruto de ese reposo, es la tranquilidad y la paz en el corazón, que siempre me hace sentir feliz de haberte proclamado como lo primero en mi vida, que fuera de Ti, no hay salvación, ni ayuda, ni escudo, tampoco fortaleza.

Por cuanto aprendí que solo estando en Ti, Jesús, jamás seré defraudado; pues tu sabiduría es infinita y eres quien descubre hasta los planes más ocultos de los malvados. Es por ello que, simplemente mi alma espera en ti, Señor, en tu consejo, en tu Palabra y en tus promesas; devolviéndome al plan original, al diseño perfecto que pensaste para mí, desde antes de la fundación del mundo.

Mi alma te anhela, y solo puedo obtener revelación de tu palabra, como en el salmo 63, en sus versos 1 al 5 de la Nueva Versión Internacional

Oh Dios, tú eres mi Dios;

 yo te busco intensamente.

Mi alma tiene sed de ti;

 todo mi ser te anhela,

cual tierra seca, extenuada y sedienta.

 

Te he visto en el santuario

 y he contemplado tu poder y tu gloria.

Tu amor es mejor que la vida;

por eso mis labios te alabarán.

Te bendeciré mientras viva,

 y alzando mis manos te invocaré.

 

Mi alma quedará satisfecha

como de un suculento banquete,

y con labios jubilosos

te alabará mi boca.

 Dame Señor prosperidad en mis días, pero también recuérdame que lo que me das es para compartir con quien lo necesite; que toda esa abundancia que parece ser incluso demasiada para mí solo, así como a Pedro se le llenó tanto la red que parecía que se hundiría, que siempre pueda apartar de mí, el ego y la avaricia, que solo me harían caer hasta el fondo del mar; más bien, Señor, que siempre pueda recordar que esa abundancia es para ayudar a otros, para no olvidarme de los que sufren, de los desamparados, de los que han sido desahuciados y de los desafortunados, de todos aquellos que necesitan recibir tu presencia por medio de nosotros, que somos tus hijos, a quienes nos has enviado para ayudar.

También, pon en mi corazón, Señor, el temor a tu Santo nombre, a siempre reconocerme pecador, a saber, que soy impuro de labios, como decía el profeta Isaías y, aunque mis ojos no te puedan ver de la manera que te vio él, siempre sea yo fiel a tu llamado; que aun reconociendo mi indignidad, no sea nunca un impedimento para comprender que Tú, Señor, me has escogido desde el día que nací, con el propósito de hacer venir tu reino en esta tierra, a través de cada cosa que haga. Envía Señor en mi auxilio a tu Santo Espíritu, para que me guie en medio de las incertidumbres de la vida, me ayude a reconocer con claridad tu voz cuando llamas y me infunda el valor para remar mar adentro, para ir más allá de la orilla, confiando en que en lo profundo están las bendiciones que Tú has preparado especialmente para mí, amén.

Tus versos 6 al 8 me lo aseguran, Señor:

 

“Cuando me acuerde de ti en mi lecho,

Cuando medite en ti en las vigilias de la noche.

Porque has sido mi socorro,

Y así en la sombra de tus alas me regocijaré.

Está mi alma apegada a ti;

Tu diestra me ha sostenido”.

 

Así, quiero vivir la eternidad de los días que destinaste para mí, en la tierra, reconociendo que TÚ, eres el Señor, que fuera de ti, nada hay. En el Nombre Poderoso de Jesús, amén.

 

 

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