¿Te ha pasado que a pesar de saber lo que el Señor ha hecho por ti, muchas veces sientes que no hay salvación ni esperanza para tu vida? Puede ser que pienses que tu vida ha sido demasiado mala como para que Dios se fije en ti y te restaure, pero debes ser consciente en que vales la sangre de Jesucristo. No hay nada que hayas hecho lo suficiente malo, como para que Dios te ame menos. Ninguna condenación hay, Jesús ya pagó el precio.
Dios y el hombre eran uno. Adán y Eva tenían comunión libremente con su Padre en el resplandeciente paraíso. Su relación era de dulce abandono. No eran necesarias las garantías ni las reafirmaciones, y mientras la brisa fresca de la eternidad soplaba sobre sus frentes, Adán y Eva oían estas palabras: “¿Quién nos separará del amor de Dios?” ¡Qué Dios y qué jardín! Todo complacía a los sentidos y al gusto. La fuente de vida salpicaba felizmente. Lirios y jazmines florecían abundantemente y perfumaban el aire con sus aromas deliciosos. Los animales caminaban apaciblemente unos con otros. Pero usted conoce el final de la historia.
Allí mismo en medio del paraíso, Adán, el hijo de Dios, y Eva, se aliaron con el archienemigo de Dios, Lucifer. La más grande rebelión de todos los tiempos había comenzado. Dios descendió a la Tierra y con su espada encendida expulsó al hombre y a su mujer a las planicies del estéril Edén. La imagen de Dios se había roto en mil pedazos. Adán y Eva estaban ahora marcados por estas espantosas palabras: muerte y tumba. El hombre se divorció de lo divino al rechazarlo y huir a los enredos del mal. La codicia fue concebida –la irresistible atracción de ser como Dios– y tuvo como fruto el pecado. La promesa engañosa de Satanás de conocer el bien y el mal se había cumplido. Pero no habilitó a Adán y Eva a ser como Dios.
En vez de ello, el conocimiento de cada atrocidad y abominación de maldad llenó sus seres. Y recibieron un exacto sentido de todo lo bueno que yacía ahora fuera del alcance de sus vidas infectadas con el pecado. Aún así, en el vacío de sus corazones, estas palabras resonaban: “Bienaventurados son los de corazón puro, porque ellos verán a Dios”. Lo puro se había transformado en poluto. El hombre y la mujer se apartaron de Dios, formaron una barrera impenetrable entre el Creador y su creación. Solo el Príncipe de los vencedores podría romper esta barrera del pecado. La Biblia nos dice: “Hay camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). El hombre hizo lo que pensó que era bueno, pero resultó en muerte y separación de Dios. La exposición a la corrupción de Satanás trajo consigo la enfermedad del pecado, y contaminó el flujo sanguíneo de toda la humanidad. Como consecuencia, el desorden y la anarquía señorearon sobre la Tierra. Satanás logró exitosamente separar a la humanidad de su misma sustancia y sustento de vida: Dios el Creador.
El hombre erró al blanco, el pecado se transformó en la norma, y la muerte fue decretada. Y desde el dolor, la angustia y el quebrantamiento de corazón, Dios clamó: “Fue mi amigo quien me abandonó”. Al reflexionar en lo horrible que es el pecado, el apóstol Pablo hizo la pregunta que intrigó a la humanidad desde el principio de los tiempos: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). ¿La respuesta? Jesús, el Vencedor que va delante de nosotros. Él es el León de la tribu de Judá. La raíz de Isaí; la rama de David. El Rey de Canaán resucitado, que atravesó las entrañas del infierno y emergió victorioso dejando una tumba vacía. Es el hijo de Fares que quebró la pena de la muerte y el poder del pecado. Es el reparador de brechas que reedifica, restaura y revive la relación rota entre un Dios eterno y un hombre temporal.
Aún así, a pesar de la gran condescendencia de Dios hacia la Tierra, en el fondo de nuestros corazones todavía nos preguntamos: “¿Dios podrá redimir mi vida?” Miqueas 2:12-13 afirma lo siguiente: “De cierto te juntaré todo, oh Jacob; recogeré ciertamente el resto de Israel; lo reuniré como ovejas de Bosra, como rebaño en medio de su aprisco; harán estruendo por la multitud de hombres. Subirá el que abre caminos delante de ellos; abrirán camino y pasarán la puerta, y saldrán por ella; y su rey pasará delante de ellos, y a la cabeza de ellos Jehová”.
Note cómo comienza Dios: “De cierto (…) ciertamente…”. Cada vez que un edicto divino se declara en Las Escrituras, Dios usa una anunciación doble. Una anunciación doble es la repetición de una palabra o frase con el propósito de enfatizarla o reforzarla. Entonces cuando Dios dice: “Ciertamente, ciertamente”, significa doblemente cierto. No deja lugar para “quizás”, “tal vez”, o “algún día será”. En otras palabras, Dios dice: “Puedes darlo por hecho”.
Dios no lo dejará a un lado
Ahora veamos qué es lo que dijo: “De cierto te juntaré todo, oh Jacob”. Permítame darle mi traducción de esta frase: “Dios no va a dejar a nadie de lado”. Cuando Él reúne a su Iglesia, no hay ninguna condición de pecado o color de piel que esté fuera de su alcance. Dios no va a dejarlo afuera. La gente dice: “No soy lo suficientemente bueno como para ser aceptado por Dios”. Pero Dios le responde: “Yo no quiero que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9, parafraseado). Dios no va a dejarlo de lado. Otros dicen: “No puedo ser tan bueno como para ser cristiano”. Pero Dios contesta: “Más Dios muestra su amor para con nosotros, en que aún siendo pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
Dios no va a dejarlo de lado. Aún hay otros más que dicen: “Nunca seré tan bueno como para que Dios me use”. Pero a ellos Dios les dice: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Dios no va a dejarlo de lado. No importa lo que usted haya hecho, lo que le hayan hecho o lo que le sucederá mañana. Dios no va a dejarlo de lado. En este pasaje de Miqueas vemos un cuadro profético de Jesús como el Libertador y Guiador. Él libera a las ovejas, rompe las ataduras que las mantenían cautivas.
Lo que una vez fue el decreto de muerte se ha convertido ahora en el pasaporte a la vida. Él reúne al remanente y lo guía desde la esclavitud hacia la libertad. ¿Alguna vez ha visto a un perro que pasó toda su vida atado a una cadena? Al principio el perro trata de escaparse, pero pronto descubre que esa cadena es más fuerte que él, y desiste. Conoce sus límites y no ve necesidad de probarlos. Usted podría quitarle ese collar, y el perro no se escaparía. Permanece cautivo a algo que ya no existe. El perro ha sido liberado, pero no guiado. Así es la existencia de la mayoría de los cristianos en este mundo. Todos hemos estado anclados por el pecado, y Cristo ha roto nuestras cadenas. Él es nuestro Libertador. Pero para muchos, Él no es su Guiador. Rechazan seguirlo y abandonar la comodidad de un pasado conocido pero lamentable, se contentan con una vida de esclavitud, pobreza y enfermedad. “Yo he venido para que tengan vida–Jesús dijo en Juan 10:10– y para que la tengan en abundancia”.
El Vencedor que va delante de nosotros vino a liberarnos y a guiarnos fuera de nuestra esclavitud. ¿Qué lo mueve a ser el Vencedor a favor de nuestras vidas? Es el mejor amigo del pecador. Jesús declaró: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Él es el que quiebra nuestras ataduras y nos abre el camino a la libertad. Es el “amigo más unido que un hermano” (Proverbios 18:24). No es cualquier Vencedor. Él es su Vencedor.