Por Jaime Mirón
Amargura» proviene de una palabra que significa punzar. Su raíz hebrea agrega la idea de algo pesado. Finalmente, el uso en el griego clásico revela el concepto de algo fuerte. La amargura, entonces, es algo fuerte y pesado que punza hasta lo más profundo del corazón.
La amargura no tiene lugar automáticamente cuando alguien me ofende, sino que es una reacción a la ofensa o a una situación difícil y por lo general injusta. No importa si la ofensa fue intencional o no. Si el ofendido no arregla la situación con Dios, la amargura le inducirá a imaginar más ofensas de la misma persona. La amargura es una manera de responder que a la larga puede convertirse en norma de vida. Sus compañeros son la autocompasión, los sentimientos heridos, el enojo, el resentimiento, el rencor, la venganza, la envidia, la calumnia, los chismes, la paranoia, las maquinaciones vanas y el cinismo.
La amargura es resultado de sentimientos muy profundos, quizá los más profundos de la vida. La razón por la que es tan difícil de desarraigar es triple: En primer lugar, el ofendido considera que la ofensa es culpa de otra persona (y muchas veces es cierto) y razona: «El/ella debe venir a pedirme disculpas y arrepentirse ante Dios. Yo soy la víctima».
El cristiano se siente culpable cuando comete un pecado. Sin embargo, no nos sentimos culpables de pecado por habernos amargado cuando alguien peca contra nosotros, pues la percepción de ser víctima eclipsa cualquier sentimiento de culpa. Por lo tanto este pecado de amargura es muy fácil justificar.
En segundo lugar, casi nadie nos ayuda a quitar la amargura de nuestra vida. Por lo contrario, los amigos más íntimos afirman: «Tú tienes derecho… mira lo que te ha hecho», lo cual nos convence aun más de que estamos actuando correctamente.
Finalmente, si alguien cobra suficiente valor como para decirnos: «Amigo, estás amargado; eso es pecado contra Dios y debes arrepentirte», da la impresión de que al consejero le falta compasión. Me pasó recientemente en un diálogo con una mujer que nunca se ha podido recuperar de un gran mal cometido por su padre.
Ella lleva más de 30 años cultivando una amargura que hoy ha florecido en todo un huerto. Cuando compasivamente (Gálatas 6:1) le mencioné que era hora de perdonar y olvidar lo que queda atrás (Filipenses 3:13), me acusó de no tener compasión. Peor todavía, más tarde descubrí que se quejó a otras personas, diciendo que como consejero carecía de «simpatía» y compasión. Hasta es posible perder la amistad de la persona amargada por haberle aconsejado que quite la amargura de su vida (Efesios 4:31). El siguiente ejemplo ilustra cómo la amargura puede dividir a amigos y familiares.
Por regla general nos amargamos con las personas más cercanas a nosotros.
LAS CONSECUENCIAS DE LA AMARGURA
Para motivar a una persona a cumplir con el mandamiento bíblico «despréndanse de toda amargura…» (Efesios 4:31 NVI), veamos las múltiples consecuencias (todas negativas) de este pecado.
1) El espíritu amargo impide que la persona entienda los verdaderos propósitos de Dios en determinada situación. Job no tenía la menor idea de que, por medio de su sufrimiento, el carácter de Dios estaba siendo vindicado ante Satanás. Somos muy cortos de vista.
2) El espíritu amargo contamina a otros. En uno de los pasajes más penetrantes de la Biblia, el autor de Hebreos exhorta: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados» (12:15). La amargura nunca se queda sola en casa; siempre busca amigos. Por eso es el pecado más contagioso. Si no la detenemos puede llegar a contaminar a toda una congregación, o a toda una familia.
Durante la celebración de la pascua, los israelitas comían hierbas amargas. Cuando un huerto era invadido por estas hierbas amargas, no se lo podía limpiar simplemente cortando la parte superior de las plantas. Cada pedazo de raíz debía extraerse por completo, ya que de cada pequeña raíz aparecerían nuevos brotes. El hecho de que las raíces no se vean no significa que no existan. Allí bajo tierra germinan, se nutren, crecen, y los brotes salen a la superficie y no en un solo lugar sino en muchos.
Algunas raíces silvestres son casi imposibles de controlar si al principio uno no las corta por lo sano. El escritor de Hebreos advierte que la amargura puede quedar bajo la superficie, alimentándose y multiplicándose, pero saldrá a la luz cuando uno menos lo espera.
Aun cuando la persona ofendida y amargada enfrente su pecado de la manera prescrita por Dios, no necesariamente termina el problema de la contaminación. Los compañeros han tomado sobre sí la ofensa y posiblemente se irriten con su amigo cuando ya no esté amargado.
Hace poco un médico muy respetado y supuestamente cristiano había abandonado a su esposa y a sus tres hijos, yéndose con una de las enfermeras del centro médico donde trabajaba. Después de la sacudida inicial, entró en toda la familia la realización de que el hombre no iba a volver. Puesto que era una familia muy unida, se enojaron juntos, se entristecieron juntos, sufrieron juntos y planearon la venganza juntos, hasta que sucedió algo sorprendente: la esposa, Silvia, perdonó de corazón a su (ahora) ex esposo y buscó el consuelo del Señor. Ella todavía tiene momentos de tristeza y de soledad, pero por la gracia de Dios no está amargada. Sin embargo, los demás familiares siguen amargados y hasta molestos con Silvia porque ella no guarda rencor.
3) El espíritu de amargura hace que la persona pierda perspectiva. Nótese la condición del salmista cuando estaba amargado: «…entonces era yo torpe y sin entendimiento; era como una bestia delante de ti» (Salmo 73:21, 22 BLA). La persona amargada toma decisiones filtradas por su profunda amargura. Tales decisiones no provienen de Dios y generalmente son legalistas. Cuando la amargura echa raíces y se convierte en norma de vida, la persona ve, estima, evalúa, juzga y toma decisiones según su espíritu amargo.
Nótese lo que pasó con Job. En su amargura culpó a Dios de favorecer los designios de los impíos (Job 10:3). Hasta lo encontramos a aborreciéndose a sí mismo (Job 9:21; 10:1).
En el afán de buscar alivio o venganza, quien está amargado invoca los nombres de otras personas y exagera o generaliza: «…todo el mundo está de acuerdo…» o bien «nadie quiere al pastor…» Las frases «todo el mundo» y «nadie» pertenecen al léxico de la amargura.
Cuando la amargura llega a ser norma de vida para una persona, ésta por lo general se vuelve paranoica e imagina que todos están en su contra. Un pastor en Brasil me confesó que tal paranoia tomó control de su vida, y empezó a defenderse mentalmente de adversarios imaginarios.
4) El espíritu amargo se disfraza como sabiduría o discernimiento. Es notable que Santiago emplea la palabra «sabiduría» en 3: 14-15 al hablar de algunas de las actitudes más carnales de la Biblia. La amargura bien puede atraer a muchos seguidores. ¡Quién no desea escuchar un chisme candente acerca de otra persona! La causa que presentó Coré pareció justa a los oyentes, tanto que 250 príncipes renombrados de la congregación fueron engañados por sus palabras persuasivas. A pesar de que la
Biblia aclara que el corazón de Coré estaba lleno de celos amargos, ni los más preparados lo notaron.
5) El espíritu amargo da lugar al diablo (Efesios 4:26). Una persona que se acuesta herida, se levanta enojada; se acuesta enojada, y se levanta resentida; se acuesta resentida, y se levanta amargada. El diablo está buscando a quien devorar (1ª Pedro 5:8). Pablo nos exhorta a perdonar «…para que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros; pues no ignoramos sus maquinaciones» (2 Corintios 2:11). Satanás emplea cualquier circunstancia para dividir el cuerpo de Cristo.
6) El espíritu amargo puede causar problemas físicos. La amargura está ligada al resentimiento, término que proviene de dos palabras que significan «decir de nuevo». Cuando uno tiene un profundo resentimiento, no duerme bien o se despierta varias veces durante la noche, y vez tras vez en su mente repite la herida como una grabadora. Es un círculo vicioso de no dormir bien, no sentirse bien al siguiente día, no encontrar solución para el espíritu de amargura, no dormir bien, ir al médico, tomar pastillas, etc. Algunas personas terminan sufriendo una gran depresión; otros acaban con úlceras u otras enfermedades.
7) El espíritu amargo hace que algunos dejen de alcanzar la gracia de Dios (Hebreos 12:15). En el contexto de hebreos, los lectores estaban a punto de volver al legalismo y a no valerse de la gracia de Dios para su salvación. La persona amargada sigue la misma ruta porque la amargura implica vivir con recursos propios y no con la gracia de Dios. Tan fuerte es el deseo de vengarse que no permite que Dios, por su maravillosa gracia, obre en la situación.
Consideremos ahora qué hacer cuando estamos amargados.
Ver la amargura como pecado contra Dios. Sin embargo, si yo estimara la amargura solamente como algo personal contra la persona que me engañó, me lastimó, me perjudicó con chismes o lo que fuere, sería fácil justificar mi rencor alegando que tengo razón pues el otro me hizo daño. Como ya mencionamos, es posible que no hay nada tan difícil de solucionar que la situación de la persona amargada que tiene razón para estarlo.
Cuando tengo amargura en mi corazón, con David tengo que confesar a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Salmo 51:4). En el momento en que percibo que (a pesar de las circunstancias) la amargura es un pecado contra Dios, debo confesarlo y la sangre de Cristo me lavará de todo pecado. Pablo instruye: «Quítense de vosotros toda amargura». La Biblia no otorga a nadie el derecho de amargarse.
Perdonar al ofensor. En el mismo contexto donde Pablo nos exhorta a librarnos de toda amargura, nos explica cómo hacerlo: «…perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (Efesios 4:31–32).
El perdón tampoco es un recibo que se da después que el ofensor haya pagado. Si no perdonamos hasta tanto la otra persona lo merezca, estamos guardando rencor.
El perdón no necesariamente tiene que ser un hecho conocido al ofensor. En muchos casos el ofensor ha muerto, pero el rencor continúa en el corazón de la persona herida. Recuerdo el caso de una señora que con lágrimas admitió que su esposo había desaparecido con otra mujer de la iglesia. Durante la conversación me confesó: «Lo he perdonado. Hay y habrá muchas lágrimas, dolor y tristeza, pero me rehúso terminantemente a llegar al fin de mi vida como una vieja amargada.» El hombre consiguió el divorcio y se casó legalmente con la otra mujer. Por su parte, esta señora vive con su tres muchachos y sirve a Dios de todo corazón; sus hijos aman al Señor y oran para que su padre un día regrese al camino supuesto. ¿Fue injusto? Indiscutiblemente. ¿Hubo otras personas amargadas? Toda mi familia. ¿Viví o vivo con raíz de amargura en mi corazón? Por la gracia de Dios, no.
El perdón trae beneficios porque quita el resentimiento. Uno de los muchos beneficios de no guardar rencor es poder tomar decisiones con cordura.
El perdón no es simplemente olvidar, ya que eso es prácticamente imposible. El resentimiento tiene una memoria como una grabadora, y aún mejor porque la grabadora repite lo que fue dicho, mientras que el resentimiento hace que con cada vuelta la pista se vuelva más profunda. La única manera de apagar la grabadora es perdonar.
Después de una conferencia, una dama me preguntó: «Si el incidente vuelve a mi mente una y otra vez, ¿quiere decir que no he perdonado?»Mi respuesta tomaba en cuenta tres factores:
Es posible que ella tuviera razón. Recordamos que «engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso…» (Jeremías 17:9). El ser humano haría cualquier cosa para mitigar la vergüenza, y es lógico que permanezcan los fuertes sentimientos negativos asociados con una ofensa.
Hay quienes desean que recordemos incidentes dolorosos del pasado. En primer lugar está Satanás, que trabaja día y noche para dividir a los hermanos en Cristo (Apocalipsis 12:10; 1ª Timoteo 5:14). En segundo lugar, la vieja naturaleza saca a relucir el pasado. Los mexicanos emplean la frase «la cruda» al referirse a los efectos de la borrachera al día siguiente. En cierto modo es posible tener una «cruda espiritual» que precisa tiempo hasta no molestar más. Me refiero a ciertos hábitos, maneras de pensar que son difíciles de romper. Si uno en verdad ha perdonado, cada vez que el incidente viene a la memoria, en forma inmediata hay que recordar a Satanás y recordarse a sí mismo que la cuestión está en las manos de Dios y es un asunto terminado que sólo forma parte del recuerdo.
Finalmente existe otra persona o grupo que no quiere que usted olvide el incidente: Aquellos que fueron contagiados por su amargura, aquellos a quienes usted mismo infectó y como resultado tomaron sobre sí la ofensa. Por lo general para ellos es más difícil perdonar porque recibieron la ofensa indirectamente. Por lo tanto, no se sorprenda cuando sus amigos a quienes usted contagió de amargura, se enojan con usted cuando, por la gracia de Dios, ha perdonado al ofensor y está libre de dicha amargura. de Dios. Tener que perdonar un gran mal mientras el ofensor no lo merezca, representa una excelente oportunidad para entender mejor cómo Cristo pudo perdonarnos a nosotros (Romanos 5:8; Efesios 4:32).
El perdón debe ser inmediato. Una vez me picó una araña durante la noche. Tuve una reacción alérgica que duró casi medio año. Ahora bien, si hubiera podido sacar el veneno antes de que se extendiera por el cuerpo, hubiera quedado una pequeña cicatriz pero no habría habido una reacción tan aguda. Algo semejante sucede con el perdón. Hay que perdonar inmediatamente antes de que «la picadura empiece a hincharse.»
h) El perdón debe ser continuo. La Biblia indica que debemos perdonar continuamente (Mateo 18:22). Perdonar hasta que se convierta en una norma de vida. Uno de los casos más difíciles es cuando la ofensa es continua como en el caso de esposo/esposa, patrón/empleado, padre/hijo, etc. Es entonces cuando el consejo del Señor a Pedro (perdonar 70 veces 7) es aun más aplicable.
El perdón debe marcar un punto final. Perdonar significa olvidar. No hablo de amnesia espiritual sino de sanar la herida. Es probable que la persona recuerde el asunto, que alguien le haga recordar o que Satanás venga con sus mañas trayéndolo a la memoria. Pero una vez que se ha perdonado sí es posible olvidar.
Perdonar es la única manera de arreglar el pasado. No podemos alterar los hechos ni cambiar lo ya ocurrido, pero podemos olvidar porque el verdadero perdón ofrece esa posibilidad. Una vez que hay perdón, olvidar significa:
1) Rehusarse a sacar a relucir el incidente ante las otras partes involucradas.
2) Rehusarse a sacar a relucirlo ante cualquier otra persona.
3) Rehusarse a sacar a relucirlo ante uno mismo.
4) Rehusarse a usar el incidente en contra de la otra persona.
5) Recordar que el olvido es un acto de la voluntad humana movida por el Espíritu Santo.
6) Sustituir con otra cosa el recuerdo del pasado, pues de lo contrario no será posible olvidar.
Pablo nos explica una manera de hacerlo: «Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Romanos 12:20, 21). Jesús amplía el concepto: «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mateo 5:44).
El perdón también significa velar por los demás. Al finalizar su libro y bajo la inspiración del Espíritu Santo, el escritor de Hebreos exhorta a todos los creyentes a que seamos guardianes de nuestros hermanos. Se requiere un compromiso profundo con Dios a fin de no caer en la trampa de la amargura. Cristo mismo nos dará los recursos para vivir libres del «pecado más contagioso».
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