Por J. LEE GRADY
Hace unos años, el Señor me puso a pensar acerca de mi nivel de hambre espiritual. Él me mostró que aunque había estado en muchas reuniones de oración y cantado en muchas ocasiones diciendo: «Señor, quiero más de ti», yo no estaba tan apasionado por Él como pensaba.
Mi iglesia patrocinó una conferencia sobre el Espíritu Santo. Al final de uno de los servicios, me encontraba tirado en el suelo cerca del altar pidiéndole a Dios otro toque de su poder. Muchas otras personas estaban arrodilladas cerca del altar y oraban en silencio los unos por los otros.
De repente empecé a tener una visión. En mi mente podía ver una tubería grande, de por lo menos ocho pies de diámetro. Lo estaba viendo desde adentro, y pude ver una corriente superficial de líquido dorado que fluía en el fondo. El aceite de la tubería gigante tenía sólo unas pocas pulgadas de profundidad.
Comencé una conversación con el Señor.
—¿Qué me estás mostrando?, le pregunté.
—Este es el flujo del Espíritu Santo en tu vida, respondió.
La verdad es que no era un cuadro alentador; ¡fue lamentable! La capacidad del tubo era enorme, suficiente para transportar toneladas de aceite. Sin embargo, sólo un pequeño hilo era evidente.
Entonces noté otra cosa: varias válvulas grandes estaban alineadas a lo largo de los lados del tubo, y cada una de ellas estaba cerrada.
Le quería preguntar al Señor por qué había tan poco aceite en mi vida. En su lugar le pregunté: «¿Qué son esas válvulas, y por qué están cerradas?».
Su respuesta me aturdió: «Esos son los momentos en que me dijiste que no, ¿por qué debería aumentar el nivel de la unción si no estás disponible para usarla?».
Esas palabras me estremecieron. ¿Cuándo yo le había dicho no a Dios? Estaba conmocionado y comencé a arrepentirme. Recordé las diferentes excusas que había dicho y las limitaciones que le había puesto a Dios sobre si podía usarme.
Le había dicho que no quería estar delante de las multitudes porque yo no era un buen orador. Le había dicho que si no podía predicar como T.D. Jakes, entonces no quería hablar en absoluto. Le había dicho que no quería abordar ciertas cuestiones o ir a ciertos lugares. Había puesto muchas condiciones engorrosas en mi obediencia.
Después de un rato comencé a ver algo más en mi espíritu. Era una gran multitud de hombres africanos, reunidos como si estuvieran en una gran arena. Y me vi predicándoles a ellos.
Nadie me había pedido jamás que ministrara en África, pero sabía que en ese momento necesitaba entregar mi voluntad. Todo lo que pude pensar fue en la oración de Isaías: «Aquí estoy, envíame a mí». (Isaías 6: 8). Le dije a Dios que iría a cualquier parte y diría cualquier cosa que me pidiera. Dejé mis inseguridades, temores e inhibiciones en el altar.
Tres años más tarde me encontraba en un púlpito dentro de una arena deportiva en Port Harcourt, Nigeria. Cuando me dirigí a una multitud de 8000 pastores que se habían reunido allí para una conferencia de capacitación, recordé haber visto sus rostros en esa visión. Y me di cuenta de que Dios había abierto una nueva válvula en mi vida ese día cuando estaba en el piso de mi iglesia. Todo esto porque yo había dicho que sí, Él había aumentado el flujo de su aceite en mí para que pudiera llegar a miles.
Muchos de nosotros tenemos el hábito de pedir más del poder y la unción de Dios. Pero, ¿para qué la usamos? Dios no lo envía sólo para hacernos sentir bien.
Nos encanta ir al altar para un toque de Dios. Nos encanta que se nos ponga la piel de gallina, el temblor, la emoción del momento. Nos encanta caer al suelo y experimentar una llenura tras otra. Pero temo que algunos de nosotros estamos absorbiendo la unción, pero no la usamos. Nuestra experiencia carismática se ha vuelto interior y egoísta. Nos levantamos del piso y vivimos como queremos.
Pentecostés no es una fiesta. Si realmente queremos ser llenos de su poder, debemos ofrecer a Dios un sí incondicional. Debemos crucificar nuestro yo. Debemos convertirnos en un conducto para llegar a los demás, no un reservorio sin salida.
Examina tu propio corazón hoy y ve si hay válvulas cerradas en tus tuberías. Al rendir esas tuberías ante Dios, los canales cerrados se abrirán y su aceite fluirá hacia un mundo que anhela saber que Él es real.
—Artículo escrito por J. Lee Grady, quien por 11 años fue el editor de la revista Charisma. Publicado en Charismamag.com el 9 de noviembre de 2016. Usado con permiso. Su nuevo libro se titula Enciende mi corazón en fuego. Publicado por Casa Creación.
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